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Perdonen que no me levante
Columna
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Con mi próstata, no

Recibo algunas invitaciones para dar charlas a personas de mi edad sobre cosas de la salud. No siempre puedo aceptar; si tuviera tiempo, iría a todas. Pero aún me gustaría más participar -aunque seguramente tampoco podría asistir- en cursos de reciclaje de la mentalidad de los viejos ante el papel de las nuevas tecnologías.

Pertenezco a una generación privilegiada. Somos, en muchos sentidos, la gente de sesenta y tantos y también los que ahora están en torno a los 80, personas que nos hemos enterado, literal y metafóricamente, de lo que vale un peine. Nací al periodismo en la edad del plomo, corregía mis artículos manipulando los tipos de letra empapados en tinta, después de leerme al revés. Hoy ni siquiera sé quién se encuentra entre este artículo y ustedes, pero no deja de asombrarme que estoy aquí, a miles de kilómetros, hablándoles, y que en unos minutos le daré a una tecla y este artículo iniciará su camino, porque hay gente muy cualificada manejando las tecnologías.

Me preocuparía en reciclar a los de mi edad que se resisten al avance tecnológico

Si no fuera por los convencionalismos y la necesidad publicitaria que todavía nos hacen mantener la prensa impresa, la mezcolanza de los distintos suplementos y secciones saldría en pantalla simultáneamennte, y la lectura resultaría casi inmediata. No habría tiempo, ni domingos. No lo habrá, se lo aseguro. Eso puede que yo también lo vea.

Pero decía al principio que me preocuparía en reciclar a los de mi edad y cercanías que se resisten al avance tecnológico sin entender que los viejos disfrutamos de sus ventajas, y todas a favor de nuestra inteligencia.

Y están los archivos. Llegamos a esta orilla del tiempo con el peso de nuestros recuerdos, a veces literal. Fotografías -un álbum tras otro-, recortes, cartas, papelotes sin cuento. Claro que hay recuerdos -mejor dicho, sus talismanes- que no se pueden escanear. Eso casi siempre puede guardarse en una caja, o dos como mucho. Lo otro tiene mejor salida, en unidades de memoria. Y con la vejez, un ordenador ligero resulta mucha mejor compañía que esos álbumes tan pesados que un día u otro ya no podremos levantar. En cambio, moviendo los deditos, mira tú: mira tú el viaje que hice a tal sitio con tal persona, mira tú a mi madre, mira tú la vida que ha transcurrido. Qué curioso que tengo más fotos de los últimos años que de antes. Claro, tonta, cómo iba a ser, si es que entonces no existía la cámara digital. Qué suerte, no, que a medida que se acorta la vida se amplíen las formas de fijarla, de memorizarla.

Los hay, sin embargo, que no se muestran agradecidos con los adelantos tecnológicos. No estoy hablando de aquellos que, simplemente, no se ven con ánimo, no tienen tiempo, algún día se decidirán… No, me refiero a los suficientes, a los despreciadores. Esos que empiezan siempre las frases con un no, precedido naturalmente por el pronombre personal. "Yo no uso el teléfono móvil casi nunca". "Yo no sé mandar mensajes, ¿cómo se llaman? ¿SMS?". "Yo no quiero saber lo que es Internet". "Yo no soporto estas máquinas modernas, con la mía de siempre me apaño". "No, no, ¿lecciones de informática, yo? Yo soy un hombre del siglo XIX, ¿cómo quieres que relea a Prrrroust en un, ¿cómo dices? ¡E-Book!".

Últimamente, a este tipo de retrógrados recalcitrantes he optado por darles dos consejos. Uno, que frecuenten más a los jóvenes. Tienen mucho que enseñarnos, y los hay que incluso lo hacen, a cambio de lo que nosotros podemos enseñarles a ellos. Y dos, en cada puñetera ocasión en que abren la boca para denostar las nuevas tecnologías, les contesto: "Espero que mantengas la coherencia y te declares también decimonónico cuando te propongan un remedio moderno para la próstata". Y quien dice próstata, dice cualquiera de las peligrosas bombas de relojería que hombres y mujeres llevamos en nuestro organismo.

Conozco a un coetáneo que gusta de sorprender a la gente que le visita en casa abriéndoles la puerta de un trastero y diciéndoles: "¡Mira cómo soy yo! ¡Todo lo guardo en papel!". los visitantes retroceden, sonríen por cumplir, tosen -el sitio es una delicia para los asmáticos-, olisquean y le dan al anfitrión los parabienes. El otro hace un gesto suficiente: "Soy decimonónico", parece decir. Ah, pero no con su próstata. P

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