Cupido y la píldora
Cada poco tiempo saltan a los medios de comunicación los resultados de alguna investigación científica que resalta nuestro natural animal. Lo último, hace unos días: las mujeres que toman la píldora, es decir, cuyas hormonas están controladas químicamente, se sentirían menos atraídas por hombres viriles, musculosos y duros, y más por aquéllos afeminados. En cambio, las que tienen un ciclo hormonal natural preferirían a hombres machotes que muestran dominio y competitividad, y que al parecer serían genéticamente más diferentes a ellas. Estas últimas resultarían, además, más atractivas para los varones. Así lo afirman los investigadores de la Universidad de Sheffield, en el Reino Unido.
Suspiro. Los que tenemos la manía voraz de leer ensayos de diferentes disciplinas sociales podemos constatar lo siguiente: si el autor es antropólogo o sociólogo, subrayará con toda seguridad la importancia primordial de los factores sociales y culturales a la hora de forjar la identidad de las personas, sus patrones de conducta y su sistema de valores, incluidas sus preferencias para elegir pareja. Reducirá al mínimo o incluso rechazará por completo toda explicación biologicista. Mientras que si el autor es biólogo, neurólogo o psicólogo evolucionista, por caso, acentuará con el mismo entusiasmo toda una serie de factores determinantes derivados de nuestra común naturaleza bioquímica, minusvalorando a menudo las diferencias personales y culturales.
Muchos de los primeros (antropólogos, sociólogos, psicólogos conductistas) siguen defendiendo la teoría de la tabla rasa, según la cual la mente no tiene características innatas, sino que es una especie de hoja en blanco en el que el individuo y la sociedad van escribiendo con torcidos renglones la música y la letra de la partitura que, mal que bien, todos interpretamos. Pero el otro bando no da, desde luego, su brazo a torcer. Desde la ciencia cognitiva, la neurociencia, la genética conductual o la psicología evolucionista se aportan cada día más y más datos a favor de la existencia de una naturaleza humana que trae ya, desde el origen, una primera y común partitura genética, un cóctel bioquímico que nos afecta más de lo que los apologistas del libre albedrío quisiéramos reconocer.
Así que una se inclina a pensar que la verdad debe andar por algún justo medio entre estos dos extremos. Y el ejemplo -¡oh, misterio de todos los misterios!- de cómo elegimos a nuestra pareja lo ilustra bien. Creer que el baile hormonal determina esa selección nos parece un disparate; o mejor, un insulto, porque nos rebaja al nivel de la más pura animalidad. Por mucho que pintemos a Cupido ciego, siempre creemos que hay algún nivel de elección ahí (por semejanza, por afinidad, por complementariedad). Ni tabla rasa ni determinismo biológico: a partir de los muchos condicionantes biológicos y socioculturales, todavía hay un "yo" que elige.
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