_
_
_
_
Reportaje:

Viaje a la infancia de la Tierra

Cuando regreso a Australia y sobrevuelo la bahía de Sydney, me gusta imaginar la primera vez que un europeo se topara con un canguro. Podría ser uno de los españoles que costeara el norte de la isla con el capitán Torres, o un portugués que recalara en la Bahía Botánica con Cristóbal de Mendonça o algún británico que surcara el Pacífico con el capitán Cook en su búsqueda de la Terra Australis. Pongamos, por ejemplo, a un tal McCallan que se aleja de su campamento y vuelve despavorido. "Hi mates you know? acabo de ver unos animales, grandes como burros saltando sobre las patas traseras". Los demás tipos del grupo le debieron perdonar la vida: "Joroba, McCallan, te hemos dicho que no bebas tanto". Y McCallan, "que no tíos, que tiene una bolsa en la barriga y lleva dentro a la cría". "¡Vete al diablo McCallan!".

NO HAY PAÍS CON UN REGISTRO GEOLÓGICO MÁS VASTO SOBRE LA HISTORIA DE LA TIERRA
El significado de los estromatolitos podría explicar la evolución de la vida en EL PLANETA
El mundo mineral depara sorpresas sobre un mundo tan distinto del de hoy

Y lo mismo debió de pasar con el ornitorrinco, y con el koala, y con el equidna y con tantos otros animales que, de no existir Australia, podrían estar embelleciendo el Manual de zoología fantástica de Borges. Toda esa extravagancia de la vida se debe a que este continente se separó de la Antártida hace 65 millones de años. Desde entonces -como la balsa de piedra de Saramago-, esta ínsula errante se desplaza con rumbo Noreste a la velocidad imperceptible con la que crece una uña. Durante su singladura, toda la vida que compartió una vez con la Antártida y Suramérica ha evolucionado aislada, creando una fauna única en el planeta. Pero lo que me trajo esta vez a Australia es algo que ocurrió hace muchísimo más tiempo. Vine para enrolarme en un viaje a la Tierra primitiva, un duro viaje hasta lo más recóndito del continente australiano, pero también un fascinante viaje a través del tiempo y de la vida.

Como el resto de nuestro sistema solar, nuestro planeta tiene unos 4.500 millones de años de edad, 60 millones de años arriba o abajo. No hay en toda su superficie ningún país que tenga un registro geológico más vasto de esa historia que Australia. Desde Sidney hasta Perth se sobrevuelan desde los sedimentos más recientes de la costa pacífica hasta las rocas que baña el Índico, en las que se encuentran los minerales más antiguos de la Tierra, unos cristales de circón que tienen 4.360 millones de años. Aunque también se conocen rocas arcaicas en Groenlandia y en Canadá, las rocas sedimentarias más antiguas, las que se formaron en los fondos de mares y lagunas y que, por tanto, pueden contener alguna traza de vida primitiva, tienen 3.800 millones de años. Esas rocas se encuentran escondidas en el remoto desierto de Australia Occidental, y hasta allí me dirigí junto con varios colegas australianos en el marco de una expedición patrocinada por la Radio Televisión de Andalucía y la Casa de las Ciencias del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Mis colegas eran excepcionales: Malcolm Walter, director del Centro de Astrobiología de Australia, paleontólogo de la Universidad de Sidney y uno de los pioneros en la búsqueda de los restos de vida más antiguos sobre la Tierra; Martin van Kranendonk, del Geological Survey of Western Australia, el mejor experto en la rocas arcaicas de Australia Occidental, Brett Neiland, biólogo molecular, y Stephen Hyde, matemático de la Universidad Nacional de Australia que se dedica, como yo, al estudio de las formas naturales, a entender cómo se crean y aplicar ese conocimiento a la detección de vida primitiva.

Usted habrá pasado rápidamente por esas cifras -4.500, 3.800, 4.360 millones de años- sin reparar en la escala de tiempo de la que hablan. No se preocupe, le pasa a la mayoría de los científicos, e incluso, a algunos geólogos. Veamos cómo solucionarlo. Por los restos del Homo antecessor encontrados en Atapuerca sabemos que los homínidos se paseaban por Europa hace algo más de un millón de años. Vale, hace mucho tiempo. Pero eso fue hace sólo uno de esos 4.500 millones de años que tiene la Tierra. Pensemos en otro ejemplo: la palabra dinosaurio nos trae a la mente tiempos remotísimos, una fauna extinta y paisajes de mundos perdidos. Pero los dinosaurios se extinguieron hace sólo 60 de esos 4.500 millones de años. Un último ejemplo: los fósiles más antiguos conocidos hasta hace tres décadas tenían 600 millones de años. Pertenecen a un yacimiento extraordinario en las colinas de Ediacara, cerca de Adelaida, en el sur de Australia, y revelan, sin género de dudas, que la Tierra estaba poblada entonces por seres vivos complejos. Pero eso ocurrió hace sólo 600 millones de años. ¿Qué pasó durante los casi 4.000 millones de años anteriores? ¿Qué tipo de organismos precedieron a esos primeros animales invertebrados? Y la pregunta del millón: ¿Desde cuándo existe vida en este planeta y cómo apareció? Todo lo que podemos saber sobre la historia de la vida en la Tierra está contenido en las rocas. Esa es nuestra fabulosa máquina del tiempo. La dificultad de nuestro viaje a la infancia del planeta reside en que, a medida que buscamos en rocas más antiguas, los trazos que la vida dejó en ellas son menos y más difíciles de detectar, y desgraciadamente, también más ambiguos. Entonces, ¿qué señales de vida pueden guardar las piedras arcaicas?

Lo ideal sería encontrar microfósiles, estructuras microscópicas orgánicas más pequeñas que una mínima mota de polvo cuyas formas sinuosas, curvas, helicoidales, nos hablaran de su origen biológico. Se han encontrado, pero resulta que Stephen Hyde y yo hemos demostrado, tras una fuerte controversia, que la frontera entre las formas de la vida y las del mundo mineral no es tan nítida como se pensaba; que se pueden crear microestructuras puramente minerales que emulan las formas y la química de los posibles restos de vida primitiva. Esas estructuras sintéticas que llamé biomorfos, y los experimentos de Tom McCollom, de la Universidad de Boulder, en Colorado, que descartan el uso de la química isotópica, nos dejaban sin herramientas para detectar la vida primitiva y ponen en entredicho la edad que suelen dar los libros de texto para su origen. Por eso, lo que queríamos estudiar ahora en Australia son unas estructuras de gran tamaño, a veces de hasta un metro de alto, que, según mis compañeros de viaje Malcolm Walter y Martin van Kranendonk, podrían ser edificios de piedra construidos por organismos primitivos. Malcolm lleva años defendiendo que esas estructuras son similares a unos montículos con el interior laminado que se forman actualmente en pocos lugares del planeta, pero especialmente en la Bahía del Tiburón, y ésa sería nuestra primera parada en este viaje que comenzó en Perth, la capital del oeste australiano.

Desde Perth, volando mil kilómetros al norte se llega hasta Carnarvon, y desde allí, en todoterreno, hasta una de las haciendas -aquí las llaman stations- donde nos alojaríamos un par de noches. Carbla Station tiene un tamaño similar al del País Vasco y la gobierna una pareja de ganaderos de veintipocos años cuyos vecinos más próximos viven a decenas de kilómetros. Allí, en unas barracas de hojalata nos esperaban los mismos catres sobre los que descansaron los esquiladores de ovejas merinas que recorrían estas haciendas, la misma ducha y aseo que compartían y una casita con cocina y mesa corrida en la que escuchar a gente brava contar las historias de esta tierra. Al alba nos dirigimos hacia la costa y allí estaba, espléndida, la Bahía del Tiburón.

Es un recoveco natural que el océano Índico ha dibujado en la costa noroeste del continente, donde la evaporación provocada por la fuerte insolación ha creado unas aguas esmeraldas tan saladas, que pocos organismos pueden sobrevivir en ellas. A la orilla de la playa, cubierta intermitentemente por la marea, se forma una alfombra mucosa excretada por unos microorganismos, unas algas fotosintéticas muy primitivas que -al amparo de la salinidad- abundan en esta bahía. Las pequeñas partículas de arena suspendidas en el agua se pegan a esa mucosidad y quedan cementadas por el carbonato cálcico. Esa capa pétrea impide el paso de la luz, por lo que una nueva capa de vida se forma sobre ella, volviendo a crear una nueva alfombra de esa secreción pegajosa que fija la arena. Así, capa tras capa, se van generando unos montículos en forma de champiñón que al cortarlos muestran su interior formado por capas concéntricas, como el de una cebolla. A estas estructuras supieron ponerle nombre: estromatolitos, que en griego quiere decir rocas laminadas. Oirán hablar de los estromatolitos en el futuro, porque de su significado exacto depende la historia de la vida sobre la Tierra. Buceando entre ellas no nos cabe duda de que aunque esas rocas no sean organismos, ni siquiera esqueletos minerales como la concha de un caracol o nuestros huesos, son claramente estructuras creadas por intervención de la vida. De vuelta a Carbla Station, tras doce horas de trabajo a más de cuarenta grados, no hay mal catre que impida un sueño profundo.

Ahora empezaba el verdadero viaje en el tiempo hasta esas otras estructuras que para Malcolm y Martin son estromatolitos construidos hace miles de millones de años. Para encontrarlos había que recorrer tres mil kilómetros a través del outback, el remoto y árido interior de Australia que llaman never never, caminar bajo un sol de justicia sobre piedras y arenas que nadie ha pisado y descansar en el suelo ocre salpicado de spinifex de la sabana australiana. La primera etapa de la ruta consistía en unos interminables 1.200 kilómetros hasta llegar a la formaciones de hierro bandeado de la sierra de Hamersley. Acampamos en el parque nacional Karajini, un oasis en el que las aguas han creado profundas gargantas cuyas paredes dejan al descubierto rocas dispuestas en bandas de color rojo y verde, de óxidos de hierro y de sílice. Bandas de espesor milimétrico y centimétrico formadas hace 2.500 millones de años que se pueden seguir a lo largo de cientos de kilómetros y cuyo origen, ya sea biológico o geológico, es uno de los mayores enigmas de la geología. Las dos noches en la garganta Dales estuvieron marcadas por los aullidos de los dingos, esos curiosos perros ladrones que merodeaban por el campamento, pero por el extraordinario privilegio de estudiar las rocas bandeadas en estanques paradisiacos, como Fern Pool, o en cataratas como las de Fortescue, mereció la pena el duermevela.

Dejamos el parque nacional de Hamersley por la autovía del Norte hasta la venta Auski, para tomar la carretera privada de la compañía BHP Billiton, buscando unas rocas que Malcolm ha sido el primero en estudiar. Según sus trabajos, esos estromatolitos fueron sepultados por una lluvia de cenizas de una erupción volcánica que ocurrió hace unos 2.700 millones de años. Por eso llamó Knossos a esa localidad.

Subimos a la colina de Knossos para tomar muestras, y desde allí vimos serpentear los largos trenes de hasta siete kilómetros que transportan pesadamente el mineral a Port Hedland. Al otro lado de la vía, a unos tres kilómetros, descubrimos una nueva formación estromatolítica cuyas fascinantes estructuras se preservan tan excepcionalmente que arrojarán mucha información sobre cómo era la Tierra primitiva. Acordamos llamarle Andalusians Hill -la Colina de los Andaluces-. Fue un día extenuante, pero para el descanso nos esperaba un lugar mágico bajo la noche estrellada del hemisferio Sur. Estábamos en Gallery Hill, un paisaje granítico donde los aborígenes dibujaron, punzando roca sobre roca, enigmáticas figuras que conforman toda una galería de arte primitivo.

Ya nos acercábamos a nuestro principal objetivo. Tras una noche en una mina abandonada por el hombre, pero colonizada por serpientes, llegamos a Marble Bar (Barra de Mármol) el pueblo creado en 1893 en medio de una nada que tenía oro, al que erróneamente da nombre una inmensa barra de sílice bandeado (no de mármol) en el lecho del río Coongan. Esa barra contiene una información preciosa y controvertida sobre la cantidad de oxígeno que contenía la atmosfera hace 3.500 millones de años. Unas cervezas en el Ironclad -un hotel de chapa ondulada de finales del XIX que aún mantiene el tipo de la época- y seguimos hasta North Pole (Polo Norte), nombre digno del talante de los australianos, que se atreven a vivir en un erial donde la temperatura supera los 40 grados centígrados durante más de seis meses al año.

Tras una caminata hasta la formación Dresser, nuestros todoterrenos difícilmente lograron llegar al lecho seco del río Shaw, desde donde subimos a la colina en la que se encuentra la formación llamada Strelley Pool. Allí estaban las estructuras estromatolíticas de más de 3.400 millones de años, probablemente el vestigio más antiguo de la vida sobre la Tierra. Probablemente.

El principal problema con el que se encuentran Malcolm y Martin para convencernos de que las estructuras estromatolíticas de North Pole son de origen biológico es que en ninguna de ellas se ha encontrado jamás ningún resto de los organismos que las formaron, ni tampoco de moléculas orgánicas que resultaran de la degradación de esos organismos. Si se calcula que en la Bahía de los Tiburones existen varios millones de cianobacterias y otras arqueas por metro cuadrado, ¿dónde están los restos de los organismos que formaron las estructuras arcaicas de North Pole? Decía Carl Sagan que cuando se reivindican descubrimientos extraordinarios, las evidencias que se presenten también han de ser extraordinarias. Estamos hablando, ni más ni menos, de ponerle fecha de nacimiento a la vida en este planeta, e incluso de saber si la vida se creó aquí o tuvo que llegar desde otro lugar en el universo. Para eso se han de buscar pruebas contundentes, absolutamente inequívocas del origen biogénico de esos estromatolitos arcaicos, es decir, de demostrar que fue la vida la que ayudó a crear esos domos fractales. O demostrar lo contrario, que la vida no tuvo nada que ver con ellos. Como experto en morfogénesis de materiales, ése es mi papel en esta aventura: imaginar, con la ayuda de Stephen, posibles mecanismos que pudieran explicar las estructuras estromatolíticas por medios puramente físico-químicos, sin necesidad de acudir a la fuerza de la vida. No es fácil, porque no conocemos hoy casi ningún mecanismo que genere siquiera algo similar. Pero no decaemos en el empeño porque también sabemos que el mundo mineral nos depara sorpresas, sobre todo, de un mundo que debió de ser tan distinto del de hoy.

Por la noche, tras un baño inolvidable en la poza que da nombre a la formación rocosa, nos pusimos a imaginar cómo sería la Tierra hace 3.400 millones de años, según las rocas de North Pole. Teníamos delante de nosotros rocas sedimentarias, por lo que sabemos que se formaron en el agua. Estamos sin duda ante una laguna o un mar somero, ya que el agua líquida aún se debía estar condensando progresivamente en la superficie del planeta y no existían aún grandes continentes. En la tierra emergida no había vegetación, ni tampoco -por supuesto- animales. No escucharíamos ningún ruido, excepto el vaivén del agua rompiendo en las orillas, movida por una Luna que ya giraba alrededor de su madre, la Tierra. También oiríamos la lava de los volcanes crepitar al contacto con las aguas y, muy frecuentemente, el impacto de un meteorito sobre la Tierra o el agua. Nada más oiríamos. La temperatura debía de ser aún más alta de los 50 grados centígrados que soportamos ahora en North Pole, porque aunque el Sol era menos brillante, la Tierra aún guardaba el calor de su infancia y la atmósfera, rica en CO2,hacía efecto invernadero. Las aguas someras, saturadas en carbónico, no aún en oxígeno, eran -quizá- más salobres que ahora, eran salmueras que reaccionaban con los metales vomitados por el interior de la Tierra para crear partículas de carbonatos que se decantaban formando un fango viscoso que podría deformarse empujado por el crecimiento de grandes cristales.

Las rocas australianas nos cuentan que en ese paisaje que acabo de pintar con trazo grueso se formaron los estromatolitos. Queda por demostrar fehacientemente si fue la vida quien lo hizo, si ya había emergido de ese mundo mineral y estaba preparada para conquistarlo. Seguro que las rocas que cargamos con nosotros de vuelta hasta nuestros laboratorios nos ayudarán a contestar a esa pregunta. P

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_