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El 'caso Gürtel' en la región
Columna
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Gürtel somos todos

Los titulares son enormes, del tamaño de una tragedia, y sin embargo no dicen nada que no supiéramos todos. ¿Qué es el caso Gürtel, sino un simple cambio de estado, de gaseoso a sólido? Porque es verdad que al PP se le ha salido la correa, que el coche da bandazos; el conductor -o quizá sólo sea el chófer- mira el paisaje en lugar de mirar las curvas, los aviones tienen agujeros en las alas, la flota se hunde y el barco no puede huir de las ratas; pero también lo es que no había nadie que no lo sospechara. En Física y Química, el paso de gas a sólido se llama sublimación inversa, y se produce de un modo similar a lo que ocurre en el periodismo cuando algo pasa de rumor a noticia y en la mafia cuando un capo salta del esmoquin al traje de preso.

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Las pruebas que manejan los jueces del caso Gürtel afectan a los Gobiernos del PP en Valencia, Castilla y León y, sobre todo, Madrid, cuyas cloacas son pasadizos que conectan la capital con Arganda del Rey, Boadilla del Monte, Pozuelo de Alarcón y Majadahonda, donde el líder de la banda proyectaba formar un partido político y hacer una campaña electoral que consistiese en regalar a los asistentes a sus mítines o actos publicitarios un bocadillo de jamón "contra los chorizos". En algunos documentos que están en poder de la justicia, el líder se llama a sí mismo Don Vito. O sea, que aquí el Marlon Brando era todo clase: chorizo sí, pero de Cantimpalos. La pregunta molesta es: ¿cuánta gente habría ido a comerse uno de esos bocadillos? ¿Cuántos le habrían votado? ¿Más o menos que, por ejemplo, a Fabra o al presidente Camps, a quien, según se dice en Valencia, su predecesor, el antiguo ministro Zaplana, llamaba Forrest Camps?

En Madrid y sus alrededores, la estructura empresarial de Don Vito montó muchos negocios y logró muchos favores de los ayuntamientos involucrados, y uno de esos negocios fue organizar casi en exclusiva los actos institucionales primero de Aznar y después de Esperanza Aguirre, al parecer gracias a las gestiones del consejero de Deportes de la Comunidad, al que pagaron comisiones que sumaban de 286.000 euros y adeudaban otros 240.000. Pese a que la presidenta regional le obligó a dimitir de su cargo como consejero-aserejé, todo el mundo a bailar, él y otros dos imputados mantienen sus escaños en la Asamblea de Madrid. Y si siguen ahí es porque los votos de los ciudadanos les abrieron la misma puerta que ellos han transformado en una tapa de alcantarilla. Se la abrieron, por ejemplo, inmediatamente después del tamayazo, premiando a los tránsfugas, a sus capataces y a sus jefes con una impunidad de oro.

"Y uno lee y oye todo eso", me dice Juan Urbano, "y siente vergüenza ajena, y le dan ganas de romper el pasaporte de un país que no sólo parece eternamente condenado a hacer pedestales para que se suban encima los Gil, Muñoz y Fabras de este mundo, sino también dispuesto a arrodillarse ante ellos para rezar por un trabajo, para suplicar unas migas del pan oscuro de la indignidad". Y después de lamentarse de esa manera, Juan cae en un silencio que parece muy triste y muy amargo.

No sé si tiene razón, pero sé que ahí está toda esa gente, en algunos casos porque se han colado en la fiesta por la entrada de servicio y en otros gracias a que les hemos metido la invitación en una urna, algunos porque creyeron en ellos y otros porque no creen en nada y hacen de eso su única fe: qué más da, si todos son iguales. Bueno, pues igual estaría bien hacer una reflexión general, y aunque en el banquillo sólo vayan a acabar unos cuantos, igual el resto también podemos juzgarnos en el sofá de casa. "Pobre Madrid", dice Juan Urbano, "si es verdad que a los ladrones en lugar de detenerlos se les da un aplauso y en lugar de enviarles una citación judicial se les da un voto". Vaya desayuno que me ha dado.

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