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Reportaje:Los Kennedy | REPORTAJE

La dinastía se desvanece

La calidad del vídeo es mala: un par de cámaras de televisión, sin iluminación, únicamente la llama parpadeante que señala desde el otoño de 1963 el inicio de la tragedia: el asesinato en Dallas del presidente JFK; cinco años después caía Bobby en Los Ángeles: también reposa aquí, bajo el césped meticulosamente cepillado. Y hoy, sábado 5 de septiembre, este campo santo de héroes norteamericanos abre una brecha rectangular, entre dos arces, para acoger al último hermano de la saga: Edward Moore Kennedy, Ted. El sol se pone sobre el cementerio de Arlington, frente a Washington DC. Los Kennedy, lo más parecido a una dinastía en un país que nació de una revolución contra el rey británico, han querido un entierro privado. Ellos, que entendieron antes y mejor que nadie las inmensas posibilidades de un manejo inteligente del marketing político. Forjaron su éxito a través de los flases de los fotógrafos: ya Richard Avedon presentaba al país hace medio siglo a Jack y Jacqueline como lo que no eran: la pareja modelo para la familia de los sesenta del sueño americano. O a través de la televisión: las cámaras fueron decisivas en el primer debate presidencial televisado que catapultó a John Kennedy a la Casa Blanca en 1960. Transmitieron juventud, un rostro bello y bien afeitado, ausencia de sudor, un candidato relajado, lo que hoy se llamaría una imagen fresca, cool.

JFK llevaba en un bolsillo un papel con la cifra tan justa que le aupó a la casa blanca
Nadie se atreve a portar la antorcha que el tío ted llevó con dignidad hasta el final
"No queremos perdedores aquí, queremos ganadores", solía recordar el padre
Una sorda batalla por la sucesión de Ted se libró en los pasillos de su hospital

Cuando ocho militares, representando a todas las armas y servicios, acarrean colina arriba el féretro del que ya ha sido inmortalizado como "el león del Senado", cae la noche y la escena se ensombrece. Un sacerdote lee las cartas que intercambiaron, semanas antes de morir el senador, Ted y el papa Benedicto XVI. Otra constante de los Kennedy: su profundo catolicismo, la fe en el perdón de los pecados, y cometieron unos cuantos. La viuda de Edward, Victoria Reggie, una atractiva abogada sureña 22 años más joven que él, y sus hijos, todos de negro riguroso, están sentados ante el féretro cubierto por la bandera norteamericana, en simples sillas de tijera. Ya es completamente de noche. En el borde de la colina, a contraluz de un foco, un marine entona con su corneta el toque de silencio. El vídeo registra su silueta y al fondo el puente Memorial, sobre el río Potomac, y los monumentos encendidos de Lincoln y el obelisco de George Washington son los únicos puntos de luz en la sombría cinta.

Los asistentes son desde hace un rato sombras. Se despiden depositando flores sobre el féretro del último varón que ha llevado hasta aquí la antorcha de la dinastía que ha fascinado a Estados Unidos y al mundo durante medio siglo. Están todos: Jean Kennedy Smith, la última superviviente de los Kennedy; la viuda de Robert, Ethel, su decena de hijos; los huérfanos de Ted; Caroline, hija del presidente Kennedy. No está su hermano, el playboy John Kennedy Jr., muerto trágicamente en accidente de avioneta. El cáncer y las drogas han sepultado también a varios miembros de esta tercera generación Kennedy. Tampoco están los dos responsables de esta historia de familia: dos irlandeses cuyos padres llegaron a Boston huyendo de la hambruna de la patata en el siglo XIX: el patriarca Joseph P. Kennedy, multimillonario, que se empeñó en que uno de sus hijos fuera presidente y lo consiguió: incluso pudieron serlo dos. Y su mujer, Rose.

El vídeo documenta el fin de la dinastía Kennedy como la hemos conocido, lo más parecido a una aristocracia norteamericana. Aunque es posible que ocurra, como afirmó el general Douglas McArthur de los viejos soldados, que "nunca mueren, simplemente se desvanecen". Y lo hacen lentamente. Esto es lo que sucederá con los Kennedy, asegura Thomas Whalen, historiador de la Universidad de Boston. Lo que queda de los Kennedy cabe en media docena de limusinas que abandonan Arlington. Estos personajes de un extraordinario parecido físico: alguno de ellos político, empresarios, presentadores de televisión, la esposa del gobernador de California, abogados, dedicados a causas sociales o medioambientales, entre los 20 y los 56 años de edad, saben que no pueden, o no quieren, o no se atreven, a portar la antorcha política que el tío Ted, obligado por el asesinato de sus dos hermanos, llevó con dignidad hasta el final. Superó los asesinatos de John y Robert, que le empujaron a la primera fila; la tragedia de dejar morir ahogada a una joven de 20 años, Mary Jo Kopechne, secretaria de Bobby; el alcoholismo, la depresión y la derrota sin gloria en su intento de convertirse en presidente peleando con Jimmy Carter.

Pero volvamos la mirada al comienzo de esta historia americana, la de los Kennedy. Una rica telenovela que ha durado medio siglo cautivando a las audiencias y entreteniendo a dos generaciones. Con las dosis precisas de pobreza inicial, superación, lujo del Gran Gatsby, sexo más que amor, dinero, poder, asesinatos, tragedia profunda, irresponsabilidad, temeridad de los principales personajes, crimen y castigo, enfermedad, encanto. Una saga, en su acepción de "relato novelesco que abarca las vicisitudes de dos o más generaciones de una familia".

En este punto debo hacer una confesión de parte. El cuento de esta dinastía ha atravesado 50 años de mi propia vida. Con sólo 15, me enamoré de la figura del juvenil presidente John y confeccioné, con fotografías de Life, Look, Paris Match y otras viejas telefotos obtenidas del periódico un gran mural con el triunfo y tragedia de JFK. Enseguida conseguí un vinilo de 33 rpm con su discurso de toma de posesión en el que escuché a menudo el resonante requerimiento: "No preguntes lo que Estados Unidos puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por el país". Ya, mucho después, en Estados Unidos encontré mientras paseaba en la pequeña playa frente a la casa de los Kennedy, en Hyannis Port, bañada por las aguas gris verduscas de la bahía de Nantucket, a Eunice, la hermana de Jack, que no tuvo el menor inconveniente en charlar un rato conmigo sobre el lugar y su familia. Entrevisté para EL PAÍS a Kathleen Kennedy Townsend, la hija mayor de Robert, cuando saltó a la política y Time la describió como "la figura más prometedora" de la nueva generación. Acabó estrellándose, derrotada en su intento de alcanzar el puesto de gobernador de Maryland. Pude entrevistar a los hombres de JFK en la Casa Blanca, el profesor Arthur M. Schlesinger Jr., autor de Los 1.000 días, la mejor historia de la corta presidencia, y a Ted Sorensen, la mano que escribió los grandes discursos de Camelot. Asistí en Atlanta, en la convención demócrata de 1988, al abrazo en la tribuna de John Kennedy Jr. y su tío Ted, que ya por entonces vivía sabiendo que nunca sería presidente. En fin, sabía que mi periódico me pediría un día una historia como ésta: 3.000 palabras para cerrar el bucle.

Una serie de preguntas, de respuesta compleja, si es que la tienen, pueden ser útiles para intentar explicar y entender, desde el reverso de la moneda, el ascenso, la gloria y la muerte de esta dinastía que se desvanece. Son los materiales frágiles, contradictorios, no excesivamente brillantes, temerarios hasta el mismo borde del abismo, sobre los que unos inmigrantes irlandeses pobres y desclasados construyeron el asalto a la presidencia de EE UU. ¿Cómo es posible que un irlandés que se hace rico comenzando con el negocio ilegal de alcohol en el Boston de la prohibición, Joseph Kennedy, logre ser aceptado por los patricios yanquis de una ciudad en la que "Los Lowell's hablan sólo con los Cabot, y los Cabot únicamente hablan con Dios", y los supere hasta el punto de que su hijo John derrote de una manera humillante a un Cabot en su primer intento por un escaño del Senado?

Joe Kennedy Sr., un hombre cuyos únicos principios fueron hacer dinero para poder hacer olvidar sus humildes orígenes irlandeses, integrarse en la burguesía norteamericana de la costa este y colocar a uno de sus varones en la presidencia del país. Lo intentó primero con Joe Jr., su hijo mayor. Pero murió cuando estalló su avión sobre el canal de la Mancha, en un temerario vuelo que nunca debió iniciar, al final de la Segunda Guerra Mundial. Quería ser un héroe. Corrió la lista, y John, el segundo, afrontó con éxito los que Joe tenía como destino. Cuando cayó John le tocó el turno a Bobby.

¿Puede el dinero comprar la Casa Blanca, o simplemente otorga la independencia necesaria para entrar en política sin ataduras? Cuando JFK ganó la presidencia a Nixon, el 8 de noviembre de 1960, por un escaso margen de 118.574 votos populares, de 69 millones escrutados, se dijo que su padre había maniobrado para "comprar" unos miles de votos muy discutidos en Chicago. El nuevo presidente solía llevar en un bolsillo, como recuerdo, un papelito con la cifra tan justa que le aupó a la Casa Blanca.

El patriarca Kennedy acrecentó su fortuna como productor de 67 películas en el Hollywood de los años veinte. Vivía en Beverly Hills con Gloria Swanson, mientras su muy católica esposa, Rose Fitzgerald, hija de un alcalde irlandés de Boston, cuidaba e inculcaba virtud a sus hijos a 2.000 kilómetros de distancia. Y un último trazo para dibujar al padre de la saga: Joe Kennedy apoyó a Franklin Roosevelt en su carrera a la presidencia y FDR le envió de embajador a Londres, donde abrazó la política de apaciguamiento de Chamberlain y defendió que los nazis no eran ningún peligro para EE UU y que ni siquiera tras Pearl Harbour debía entrar el país en la guerra contra Hitler.

¿Cómo una persona con una enfermedad congénita de la columna vertebral, que le obligaba de vez en cuando a usar muletas, que sufre la enfermedad de Addison, una atrofia de las glándulas adrenales, con asma alérgica, enfermo la mitad de su vida, drogado con corticoides y que tomaba 10 medicinas diarias cuando era presidente, pudo ocultar esta historia médica y aparecer desde la presidencia como un icono de la juventud y la salud? ¿Cómo John Kennedy pudo barrer debajo de la alfombra su sexualidad compulsiva que llegó a provocar problemas de seguridad nacional con sus relaciones con una mujer, Judith Campbell, que compartía su cama con la del capo mafioso Sam Giancana? El presidente necesitaba mujeres en un torbellino constante. Desde la actriz Angie Dickinson, que apaciguó con sólo 21 años su urgencia en la noche de celebración de su triunfo, hasta Marilyn Monroe, pasando por alguna azafata del avión presidencial, secretarias de la misma Casa Blanca o directamente prostitutas. ¿Cómo puedes nombrar a tu hermano fiscal general (ministro de Justicia) sin pagar precio alguno? ¿Dónde estaba la prensa como controladora del poder? Sí, eran otros tiempos. Pero no hay una explicación racional y hay que acudir a los polvos mágicos que parecían esparcir los Kennedy sobre un país que creyó vivir, en un corto periodo de tiempo de dos años y 10 meses, en el reino de Camelot, en la corte de "los mejores y los más brillantes", los cabezas de huevo de las universidades elitistas de la hiedra, culpables además de escalar la guerra de Vietnam. Y llegó el asesinato de Dallas, que terminó elevándole a los altares.

¿Cómo es posible que Jacqueline Bouvier, una joven bella, frívola, sexy, lista, hablando francés, pudiera convertirse en un modelo de primera dama, aguantando la infidelidad patológica del presidente en un matrimonio de conveniencia? Sí sería justo consignar que esta mujer, que había cautivado al general De Gaulle consiguiendo que su ministro de Cultura, André Malraux, le permitiera llevarse temporalmente la Mona Lisa desde el Louvre hasta EE UU, se convirtió en una viuda coraje con un solo gesto. Hay que volver a ver la imagen de Jacqueline, todavía con su traje rosa salpicado de la sangre del presidente, en el avión presidencial de regreso a Washington con su cadáver, al lado de Lyndon Johnson, que jura su cargo como sucesor. Un ayudante tenía preparado un traje para la viuda, pero se negó a cambiarse: "No quiero. Que vean lo que me han hecho y lo que han hecho al país".

Cinco años más tarde, tras el asesinato de su cuñado Robert, Jackie, la viuda de América, no pudo más. Se zafó del clan Kennedy y se casó con Onassis, en búsqueda de dinero, poder y seguridad. Todo un escándalo para la familia Kennedy y para los norteamericanos. Los paparazzi sacaron fotos de Jackie O, el nombre al que se vio reducida la viuda de JFK pasto de la prensa rosa, bañándose desnuda en la isla griega de Skorpios que fueron publicadas en Italia. No fue un matrimonio feliz, y finalmente no heredó tampoco la fortuna que esperaba: se tuvo que conformar con 20 millones de dólares después de haberse visto obligada a renunciar a la parte que le correspondía en el legado de los Kennedy.

Y, por fin, ¿cómo Ted Kennedy, tras ser expulsado de Harvard por copiar en un examen de español -pidió a un amigo que se presentara por él-, que años más tarde dejó a una joven que se ahogara, abandonándola sin intentar auxiliarla, huyó e intentó encubrir lo sucedido durante largas horas, vaya a pasar a la historia de EE UU con una nota tan alta? Probablemente fue el más consecuente de los Kennedy, el que mayor impacto práctico tuvo, desde el Senado, en las vidas de los ciudadanos. Un auténtico liberal, preocupado por los más necesitados, que supo conciliar con los adversarios políticos en un espíritu bipartidista, que puso su nombre en una vasta legislación social. La reforma sanitaria, por la que tanto luchó -"ha sido la causa de mi vida", reconoció-, puede ser ahora, con Obama, su mejor testamento.

El día que admitió su derrota en la carrera presidencial, en 1980, en el Madison Square Garden de Nueva York, ante la convención demócrata, Ted, ya liberado, pronunció el mejor discurso de su vida. Pensando en sus dos hermanos asesinados, resumió perfectamente la filosofía Kennedy: el optimismo, la persecución de los sueños, buscando lo mejor de nosotros mismos como individuos y como nación, la constante superación y resistencia para superar la tragedia. "La causa continúa en pie. La esperanza todavía vive y el sueño nunca morirá". La fuerza de la palabra.

Para entender la historia de esta trágica dinastía americana es preciso saber hasta qué punto los Kennedy fueron educados bajo una formidable presión competitiva: la importancia de ganar. Primero, entre ellos mismos. Su padre les recordaba constantemente: "No queremos perdedores aquí, queremos ganadores". Eunice retrató así esta presión: "Nuestro padre siempre nos repetía que llegar segundo no basta. Lo importante era ganar, no llegar segundo -eso no cuenta-, sino ganar, ganar, ganar".

Hubo un Kennedy en el Senado durante 50 años, y Ted, incluso antes de que cayera fulminado por un ataque cerebral provocado por un glioma, en la playa frente a la casa familiar de Hyannis Port, el 17 de mayo de 2008, quería otro Kennedy por otros 50 años en la colina del Capitolio. Tras dejar Hillary Clinton su escaño por Nueva York, Ted, que ya sabía que su cáncer, muy agresivo, sólo le permitiría unos meses de vida, pensó en que la pelirroja Caroline, la hija de JFK, la princesa heredera, de 50 años, debía tomar el relevo. Fue su última voluntad. Caroline tanteó el terreno recorriendo el Estado de NY. Pero demostró carecer de la elocuencia, energía y carisma que se le supone a un Kennedy. Su discurso estaba lleno de lugares comunes, y acabó con su eventual carrera política un vídeo, colgado en YouTube, en el que repite 20 veces el latiguillo "you know" (sabes). Sus tres hijos se plantaron y le pidieron que abandonara: "Mamá, tú ya estás por encima de esto".

Una sorda batalla por la sucesión de Ted, no sólo como senador, sino como cabeza de la familia, se libró en los pasillos del Massachusetts General Hospital, adonde fue llevado tras sufrir el ataque. Lo cuenta Edward Klein en su libro Ted Kennedy: The dream that never died. Parecían descartados los tres hijos de Ted: su primogénito Teddy Jr., que perdió una pierna a causa de un cáncer; otro hijo, Patrick, es congresista en Washington por el Estado de Rhode Island, y Kara luchó con éxito contra un cáncer de pulmón. Todos los Kennedy de la tercera generación acudieron al hospital donde yacía el tío Ted. Por los pasillos pululaban los tres sucesores posibles.

Joseph Patrick Kennedy II, de 56 años, el mayor de los 11 hijos de Robert, que fue congresista durante 12 años en Washington, pero que ahora dirige una empresa llamada Citizens Energy, que suministra energía barata a los pobres utilizando petróleo que le envía desde Venezuela Hugo Chávez. J. P. Kennedy es un buen ejemplo de la turbulenta tercera generación. Una juventud de bala perdida: expulsado de dos colegios por su tendencia a las peleas, un carácter impulsivo heredado de su padre. Condenado por imprudencia temeraria como responsable de un accidente de tráfico que dejó con graves lesiones a uno de sus hermanos y paralítica de por vida a la novia de éste. Casado dos veces, consiguió, gracias a las influencias de los Kennedy ante la Iglesia católica, la anulación de su primer matrimonio.

Caroline, la hija del presidente asesinado ya tocada por su fracaso en Nueva York. Y una pegada al clan, Victoria Reggie, la mujer de Ted. Vicki, sólo tres años mayor que Caroline, era detestada por Joseph Kennedy, que le acusaba de mangonear a su tío. Al ser el varón Kennedy mayor de su generación se considera el líder del clan. Ya se había enfrentado a su primo Teddy Jr. cuando éste intentó ser congresista por un distrito de Massachusetts que él creía que le pertenecía, el de los Kennedy de toda la vida. Logró que no se presentara y fue para él. El hijo de Robert tiene a su vez una mala relación con su prima Caroline, a la que critica su altivez, y soporta mal que la princesa de Camelot sea la más rica del clan.

Quince meses después de estas intrigas palaciegas en el hospital de Boston, Ted Kennedy moría el 25 de agosto de 2009, con 77 años. Ya no hay un jefe de familia portador del sueño. Joseph P. Kennedy acaba de anunciar que no volverá a la política activa: "La mejor manera para mí de contribuir a las causas sociales es continuar al frente de Citizens Energy", donde tiene un salario de 575.000 dólares anuales. Los Kennedy de la tercera generación: ricos, que no vivieron la época dorada de sus antecesores, algunos malcriados, bastantes machacados por la tragedia, sin el gen competitivo de sus padres y sin la presión que sobre ellos ejerció su abuelo, han optado por desvanecerse lentamente. Los Kennedy ya no compiten. Posiblemente no compartan la filosofía de vida expresada en las palabras, tomadas de George Bernard Shaw, que el presidente John Fitzgerald Kennedy pronunció ante el Parlamento de Irlanda: "Sueño cosas que nunca fueron y digo: ¿por qué no?". Las campanas que repicaron en la iglesia de Boston en el funeral de Ted, el "último Kennedy", doblaron también por ellos, por los Kennedy de la tercera generación.

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