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Columna
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Desde fuera

A veces conviene irse de Madrid, o de cualquier otro lugar donde uno viva. Le droit de s'en aller, el derecho a escaparse o simplemente salir del sitio fijo donde se está, era, para Baudelaire, uno de los derechos humanos que -escribiendo él mucho antes de la existencia de la ONU y otras org.com- los ciudadanos tendrían que reclamar a sus mandatarios. He vivido la mayor parte de mi vida en Madrid, y precisamente este verano he cumplido mis 30 años de residencia ininterrumpida en la capital, en la que ya antes, de estudiante universitario, había residido cinco cursos, y a la que volví después de pasar casi una década en Inglaterra. Salgo en viajes cortos o largos siempre que puedo, aunque eso, por supuesto, lo comparto con la mayoría más o menos pudiente, que se desplaza para hacer turismo o para cumplir un trabajo. Al alivio del irse le corresponde, no siempre simétricamente, la dulzura del volver, pues la añoranza de la propia cama o de algún ser querido puede ser más poderosa que el perderse extramuros.

Al alivio de irse le corresponde, no siempre simétricamente, la dulzura del volver

Desde fuera, la ciudad en la que vivimos adquiere perfiles extravagantes, o eso he sentido yo en las muchas semanas pasadas -por cuestiones en este caso laborales- en Valencia. Las conversaciones telefónicas con los amigos, las noticias locales madrileñas que leía cuando algún visitante traía las ediciones del periódico compradas antes de salir de viaje, las imágenes televisadas de algún suceso o evento (la Noche en Blanco, por ejemplo) en calles y espacios cerrados que conozco bien y frecuento, me daban la sensación de que la vida diaria, mi vida diaria más regular, transcurría sin mí con la misma rutina o desorden o ruido o jarana que posee cuando, día tras día, yo la cointerpreto con ese reparto de millones de madrileños. Cosas que me he perdido y cosas de las que me he librado. Me he perdido el espectáculo teatral orwelliano de Tim Robbins, un artista plural al que admiro y con el que desayuné (él mucho más copiosamente que yo) una mañana inolvidable en el hotel de las Letras de Gran Vía. Tampoco he podido acompañar en sus estrenos teatrales a Sancho Gracia (La cena de los generales), Carlos Hipólito (Don Carlos) y Toni Cantó (El pez gordo), tres magníficos actores amigos de quienes no me querría nunca perder nada. En el otro plato de la balanza, veo con alivio que cruzar la calle de Serrano, un itinerario para mí frecuentemente inevitable, sigue siendo más peligroso que adentrarse en la jungla del Amazonas, o lo que quede de ella.

Recibir esas impresiones madrileñas desde Valencia tiene para mí otro valor añadido, pues salgo de una familia de una valencianidad genéticamente pura, dentro de la que yo mismo, por el destino de nacer 200 kilómetros al sur de la capital de la Comunidad, soy el más alejado. Mi madre nació, con todos sus hermanos, mis tíos, a tres kilómetros de donde escribo esta columna, mi padre y mis abuelos eran de Sueca, y en las cercanías de ese pueblo arrocero he rodado planos de una película que dirijo. Tengo desperdigados por el resto de la comunidad a la totalidad de mis relatives, con excepción de mi hermano, otro largo residente de Madrid.

La capital del Turia ya no debería llamarse así, pues el río Turia no pasa, con sus aguas alguna vez arrolladoras, por la ciudad, habiendo en su cauce ahora jardines, fuentes, canchas de tenis y sendas para los corredores y practicantes de la bicicleta. A medida que uno sale del centro sin dejar la antigua ribera fluvial, el cauce está más seco y sólo adornado en sus paredones desnudos con mensajes de amor de los grafiteros -unos seres muy sentimentales, pese a las aparien-cias-, casi todos ilegibles desde la altura de nuestra mirada peatonal. Sin duda, Dios sí los ve.

Tengo con Valencia una relación de la que el doctor Freud podría haber sacado mucho partido psíquico. Por la hondura y densidad de mis raíces, yo iba a menudo a la capital del Antiguo Reino, y al niño aquella monumentalidad de su centro histórico le impresionaba entonces menos que otras opulencias más frondosas y hasta chillonas: las frutas de cerámica del Mercado Central, las mascletás de las fiestas de San José, y las propias fallas, que eran mucho más hiperrealistas y grandiosas que las que por San Juan se plantaban en Alicante. En esos viajes, mis padres hablaban el valenciano con los suyos, y mis hermanos y yo quedábamos, entendiéndolo casi todo, un poco excluidos de esa lengua atávica que a nosotros no nos enseñaron. Ahora, desde fuera, Madrid se me aparece como un lugar añorado, a ratos ajeno, como lo son las ciudades que se desconocen, aunque estoy seguro de que cuando en pocos días regrese la encontraré igual de levantada y extenuante, igual de entretenida. Y al poco de estar en ella viviendo allí todas las horas del día, me habré merecido, como ustedes, mi derecho humano a huir de ella a la primera ocasión.

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