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Columna
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El sentido de la vida

Enric González

Hay gente que dedica una parte considerable de su vida a pensar qué chaqueta se pondrá mañana. Hay gente que consume horas y horas leyendo a Pío Moa, o repasando pornografía en Internet, o jugando al billar. Hay gente, yo mismo, que dedica una absurda cantidad de tiempo a ver partidos de fútbol. Es legítimo, supongo.

También hay gente, mucha, que se define agnóstica. Entre esa gente hay agnósticos respetabilísimos y hay perfectos imbéciles: estos últimos son los que se apuntan al agnosticismo como quien marca la casilla "no sabe / no contesta".

Eso me parece incomprensible. Dios existe o no existe. Y no es lo mismo una vida con Dios que una vida sin Dios. El asunto merece, al menos, un ratito de reflexión. No es una cosa que pueda resolverse con un "¡ah!, es que no me importa". ¿Está usted ante la cuestión esencial, la que da a la vida un sentido u otro, y no le importa? Pues tendría que importarle. Debería usted vivir como ateo, como creyente (por difuso que sea el teísmo) o como agnóstico responsable (generalmente, un teísta que vive como teísta pero, por escepticismo religioso o prudencia patológica, espera hasta el último minuto para hacer su apuesta).

Cualquier debate generalizado sobre la independencia es incómodo y hasta potencialmente violento, pero toca.

La cuestión de la independencia, o de la soberanía, o como quieran llamar a ese proyecto sus partidarios, es otro asunto de vital importancia. Para los implicados en el asunto, quiero decir. O sea, para los catalanes, en el caso que nos ocupa.

No me parece especialmente fantasmagórico que se organicen consultas como la de Arenys de Munt. Se trata de un pequeño ejercicio de expresión política, con su correspondiente carga de validez y de deshonestidad. Lo mismo puede decirse, en cuanto a validez y deshonestidad, de cualquier campaña electoral. En política no conviene ser purista, porque no hay nada puro.

Sí me ha parecido fantasmagórica, y brutalmente deshonesta, la actitud tradicionalmente mantenida por un partido como Convergència Democràtica. Si su posición sobre la cuestión independencia / no independencia se trasladara al terreno económico, equivaldría a declararse al mismo tiempo comunista y democristiano. CDC, un partido mayoritario, representativo de amplios y variados sectores de la sociedad, ha conseguido durante años ser y no ser, amagar y no dar. Lo cual puede valer (no vale, pero digamos que cuela) cuando se habla del trazado de una carretera; resulta intolerable cuando se habla de algo que afecta de forma vital a nuestro futuro y al de quienes vengan después.

Evidentemente, se puede ser independentista con el corazón, autonomista con el bolsillo y españolista si la selección española gana el Mundial de fútbol. También abundan los católicos no practicantes, pero a pocos creyentes se les ocurriría votar a un católico no practicante como Papa de Roma. Por la misma razón, no debería ejercer un alto cargo político en Cataluña quien adoptara sobre la independencia una postura igualmente inane.

Cataluña lleva un montón de años siendo a la vez la puta i la Ramoneta. Vol i dol, seny i rauxa, etcétera. Nos apañamos bien con la esquizofrenia. Ahora bien, esto de la esquizofrenia nacional supone una grave pérdida de tiempo y dinero, además de propiciar situaciones bastante ridículas. Ya que no hemos tenido mucho éxito, en la práctica, a la hora de decidir qué somos (aunque esté bastante claro lo que somos: una de las pocas sociedades que se pregunta qué coño es y no se responde), ¿por qué no decidimos lo que queremos ser? Pensémoslo, uno a uno. Adoptemos una posición individual. Exijamos a nuestros representantes que sean claros y se definan sin ambigüedades.

Cualquier debate generalizado sobre la independencia resulta incómodo, inoportuno, desagradable, incluso potencialmente violento. Cierto, pero toca. No me parece elegante desestimarlo porque la propuesta provenga, como parece provenir hasta ahora, de sectores minoritarios. La propuesta puede ser minoritaria, pero sobre ella flota una nube sentimental que lo impregna todo y que nos obliga a sentirnos como en tránsito, en una provisionalidad permanente que a nosotros no nos favorece y que a otros, esos sujetos pasivos de nuestras angustias existenciales con los que llevamos una larga temporada de convivencia en lo que algunos llaman Estado español (como si sus ciudadanos fueran simples unidades administrativas), debe resultarles pesadísimo.

Seamos un poco brutos. Dejemos de lado los matices de la catalanidad y, por una vez, apostemos. O lo uno o lo otro.

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