Lecciones de una crisis
La quiebra del estadounidense Lehman Brothers, uno de los mayores y más emblemáticos bancos de inversión de todo el mundo, define la apertura de una nueva fase en la crisis financiera internacional iniciada en el verano de 2007 en EE UU. Con ese banco quebraron muchas presunciones vigentes en el sistema financiero global. La más destacada es la que consideraba que el gran tamaño de una entidad bancaria era sinónimo de salvamento obligado por las autoridades. El entonces secretario del Tesoro estadounidense, Henry Paulson, no lo consideró así y abrió la etapa de incertidumbre más intensa en la historia de las finanzas modernas.
La ya acentuada desconfianza en el seno de la comunidad bancaria se intensificó hasta el punto de terminar de estrangular prácticamente el funcionamiento de unos mercados mayoristas de capitales que ya habían fallado en su tarea de asignación de fondos. Con ello se fue a pique la viabilidad de muchas empresas en todo el mundo, no sólo las más próximas al sector inmobiliario. Los mercados de acciones se desplomaron. En las primeras semanas de octubre, el conjunto del sistema financiero global estuvo a punto de colapsar. No es fácil anticipar cuál habría sido la situación de la economía mundial si los gobiernos no toman cartas en el asunto. Las analogías con la Gran Depresión son de todo punto relevantes.
Afortunadamente, los gobiernos y bancos centrales de las economías más avanzadas se emplearon a fondo: llevaron a cabo intervenciones de una agresividad sin precedentes que recondujeron parcialmente la situación. Nunca, ni siquiera en los años treinta, las autoridades de las economías más avanzadas del mundo, de los principales países exportadores de conocimiento económico y financiero, llevaron a cabo decisiones tan heterodoxas. No había mas remedio. La magnitud de los fallos de mercado, de supervisión, así lo exigía. Nacionalizaciones, transferencias de fondos de los contribuyentes para fortalecer los recursos propios de las empresas financieras. En algunos casos, coexistiendo con prácticas de compensación verdaderamente escandalosas.
Las lecciones no son poco relevantes. A los mercados financieros no se les puede dejar solos. La eficiencia de los mercados no existe y la autorregulación no es aconsejable. Las zonas de sombra en las que se ha movido una parte significativa de la actividad bancaria ha de desaparecer en el contexto de una mejor supervisión. Los contribuyentes, a los que se les pide el apoyo, tienen derecho a saber qué pasa en los bancos.
España sufrió aquellas tensiones de hace 12 meses, pero, a diferencia de la mayoría de las economías avanzadas, ha evitado un apoyo tan directo y cuantioso con dinero público. Que se hayan sorteado las peores amenazas a la estabilidad bancaria no quiere decir que lo que viene no es inquietante. Los resultados del conjunto del sistema dependen mucho de la calidad de los activos de las entidades bancarias, y en éstos el peso específico de la actividad inmobiliaria, directa o indirectamente, es muy importante. La estrecha asociación entre desempleo y evolución de la calidad de esos activos no permite afirmar que lo peor ha pasado. En la economía española, la prudencia de los supervisores es casi tan necesaria como las políticas que pongan fin al aumento del desempleo.
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