El gran masturbador
Aunque le fastidiara que Cocteau y Sartre lo hubieran convertido en estatua, en la estatua del ángel caído, Genet quiso aprovechar el pedestal que en un principio le ofreció la Radio Nacional francesa para escupir a los hombres de buena voluntad un discurso radicalmente provocador, en el que se rebelaba contra la compasión que los delincuentes menores de edad inspiraban a la sociedad. El primero de los dos textos recogidos en El niño criminal, y que le da título al libro, es una soflama contra el espíritu de los reformatorios y un corte de mangas al buenismo colectivo. A Genet, investido con la túnica de apóstol del mal, le repugnaba que la sociedad pretendiera reformar y reconducir a los pequeños delincuentes como si fueran corderos descarriados. Pero cuando Genet defiende a los niños criminales se está defendiendo a sí mismo, y sus zarpazos son los de un gato panza arriba. Francia siempre ha sido una especialista en santificar a sus maudits. Y a él lo habían santificado en vida, lo habían castrado. De ahí que en su canto rabioso a los "malos salvajes" resuene un patetismo trágico, el del héroe diabólico reducido a enfant terrible.
Sartre escribió en Saint Genet que si el Marqués de Sade soñaba con extinguir el fuego del Etna con su esperma, la arrogante locura de Genet se proponía llegar mucho más lejos, hasta masturbar el universo. El segundo texto, Fragmentos de un discurso, es el intento fallido de ese gran masturbador que fue Genet, entregado a la locura de escribir un libro total, a la manera de Mallarmé, como explica Irene Antón en el prólogo. El resultado fue un fracaso, pero glorioso. Genet se perdió en un laberinto de espejos, siguiendo el rastro del prostituto romano que, pretendiendo birlarle la cartera, le había robado el corazón.
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El niño criminal. Jean Genet. Traducción y prólogo de Irene Antón. Errata Naturae. Madrid, 2009. 93 páginas. 10,90 euros
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