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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Confesiones de un pirata arrepentido

Las nuevas tecnologías permiten imaginar un futuro próximo en que los productos culturales tendrán forma de 'bites' y se consumirán en casa. Esa perspectiva exige políticas claras contra las descargas ilegales

Mi casa es bastante corriente, pero hace unos meses instalé en ella un cine. Coloqué en el salón una pantalla de 110 pulgadas que se encastra en el techo de escayola y se despliega o se recoge con un mando a distancia. Frente a ella, anclado también al techo, un proyector digital de alta definición que va conectado invisiblemente a un DVD y a un miniordenador. Cuando veo una película, la percepción es idéntica a la que se tiene en una sala de cine: gran pantalla que embebe la atención, oscuridad, nitidez perfecta de la imagen y gran calidad de sonido. Hay sin embargo algunas diferencias: estoy en pijama, tumbado en el sofá; nadie come palomitas a mi lado ni me explica la película desde la butaca de atrás; y nunca se desenfoca ni se ve borroso por la desidia del proyeccionista.

La solución no es el acto ético individual, sino la intervención del Estado para proteger los derechos
El libro electrónico está a la vuelta de la esquina y la industria editorial anda en el limbo
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La cartelera del cine de mi casa es, además, excelente. Tengo aproximadamente 1.000 películas, 500 de curso legal y otras 500 pirateadas en Internet. Hay, ya a primera vista, una diferencia entre unas y otras: las primeras ocupan la mitad de la estantería del salón y las segundas, incorpóreas, están guardadas en un pequeño disco duro, lo que supone un formidable ahorro de espacio. Pero hay una diferencia más trascendente: las películas pirateadas son películas recientes que, en muchos casos, no han sido estrenadas en España. Por ejemplo Juventud sin juventud, la película que Coppola rodó antes de Tetro y que yo no habría podido ver si no la hubiese descargado en Internet. El cine alemán, brasileño o danés apenas existe en las carteleras españolas, y del francés o el chino nos llegan sólo las piezas más lustrosas comercialmente. En los laberintos de la Red, sin embargo, se puede encontrar casi de todo.

La música también la pirateo. Tenía 2.000 CD que ocupaban, amontonados, la otra mitad de la estantería del salón. Ahora los he digitalizado y están todos embutidos en 150 gigas del miniordenador, que, conectado al amplificador, emite primorosamente la música que deseo escuchar. Puedo pasar de Juanito Valderrama a U2 y de Coldplay a Karina sin moverme del sofá. Puedo programar horas de música para una fiesta o una reunión de amigos. Puedo buscar las distintas versiones que tengo de una misma melodía o marcar las canciones que me gustan para recordarlas luego.

El futuro inmediato es ése: casas más o menos tecnificadas en las que todos los productos culturales tendrán forma de bites. Los cines seguramente sobrevivirán como lugar y rito social, pero el consumo cinematográfico se realizará sobre todo en los hogares. Las películas se estrenarán en Internet el mismo día que en las salas, permitiendo así que los espectadores elijan si acudir a un minicine para verlas o hacerlo en la televisión o en el minicine de su propia casa. Todo estará a tiro de piedra, a un clic de ratón. Será igual vivir en Pontevedra que en Nueva York.

Pero para que ese futuro tan esplendoroso pueda llegar pronto es necesario acabar antes con el borrón de la piratería, que se ha convertido en un freno para las innovaciones comerciales del mundo de la cultura. ¿Quién en su sano juicio va a vender en Internet una película recién estrenada sabiendo que minutos después estará al alcance, gratuitamente, de todo el universo cibernético? ¿Quién va a invertir en preparar un catálogo, en hacer doblajes o subtitulados, si sabe que la rentabilidad de todo eso será nula?

Pero lo peor de la piratería no es quizá la destrucción que está ocasionando en la industria cultural, sino la pestífera demagogia que extiende a su alrededor. La piratería se comete, como todas las grandes fechorías, en nombre de la libertad y de los valores más grandilocuentes: el derecho universal a la cultura, la venganza contra las multinacionales explotadoras y la creación de un mundo más justo.

A muchos de los predicadores piratas se les podría confundir con el Che Guevara, con Ho Chi Min o con el mismísimo Jesucristo, pues de lo que hablan es de la lucha contra los abusos del capitalismo, de la defensa de los derechos civiles y de la fraternidad de los hombres. Es una lástima que todo ese espíritu revolucionario se limite a la propiedad intelectual, que es la más inerme, y no, por ejemplo, a la inmobiliaria. Sería una verdadera subversión ver a todas esas legiones de ciberpiratas justicieros convertidos en okupas, defendiendo sin la impunidad de un ADSL las sociedades más justas que proclaman.

Yo pirateo por interés cultural y por tacañería. Para conseguir lo que no puedo conseguir de otro modo y para conseguir lo que podría comprar pagando. No se me ocurre, sin embargo, sentir orgullo ni convertir en noble lo que es solamente un fraude. No dejo de piratear, egoístamente, porque sé que la solución al problema no es el acto ético individual, sino la acción política, la regulación, la intervención del Estado para proteger los derechos vulnerados: los de los creadores y los de las empresas que han invertido en ellos y que esperan, con toda lógica, una rentabilidad. No dejo de piratear pero estoy deseando que me obliguen a dejar de piratear.

Resulta sorprendente cómo unos y otros, creadores y trabajadores de la industria cultural, se han dejado ganar la batalla de la propaganda por los piratas. De un lado aparecen siempre monstruos codiciosos e insaciables -con la SGAE a la cabeza-, y del otro, pobres jóvenes mileuristas con ambiciones culturales que no pueden ser satisfechas. La realidad, en cambio, suele ser bien distinta: una industria en la que se pierden miles de puestos de trabajo, unos artistas que casi siempre malviven y unos piratas que gastan en tecnología de última generación y en camisetas de Cristiano Ronaldo el dinero ahorrado con las descargas ilegales.

El libro electrónico está a la vuelta de la esquina y la industria editorial, como la discográfica antes, anda en el limbo. Prepara estrategias y alianzas comerciales, estudia los distintos modelos de reproductores y diseña productos fabulosos, olvidando que sin resolver primero la sangría de las descargas ilegales todo eso será en vano: serán putas, pondrán la cama y el provecho se lo quedarán Amazon, Sony o quien triunfe tecnológicamente. A pesar de eso, nadie levanta la voz, nadie exige medidas urgentes, nadie hace política con mayúsculas.

Hace poco tuve ocasión de escuchar a un importante editor y a un directivo del Gremio de Libreros que discutían acerca de si el mejor modo de distribuir los libros electrónicos serían portales de las propias editoriales o librerías virtuales que vendieran, como ahora, productos de distintos sellos. Les miré perplejo y les di luego mi opinión: si nada cambiaba, el único modo de distribución serían Emule y los programas P2P.

A los creadores, los piratas nos tratan con afecto paternal: "Esto no es una amenaza", nos dicen, "sino una oportunidad". Y a continuación ponen el ejemplo de la música en directo, que sirve igual para un roto que para un descosido: aseguran que la gente descarga gratis los discos que le gustan pero paga luego por los conciertos de sus cantantes favoritos. Es de agradecer que no quieran colarse también en los conciertos, que además ya existían en los tiempos en los que los discos se compraban.

Nunca explican, sin embargo, qué podemos hacer con aquellos intérpretes que componen canciones hermosísimas pero no saben cantar en directo o no quieren pasarse la vida en la carretera, de feria en feria. Nunca explican qué podemos hacer con los directores de cine, con los guionistas, con los actores. ¿Y con los escritores? Yo por si acaso he abandonado la novela y estoy escribiendo ahora romances de ciego y cantares de gesta. Por si tengo que andar recitando por las plazas para ganarme mi jornal.

Luisgé Martín es escritor; su última novela es Las manos cortadas (Alfaguara).

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