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Columna
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Aprender del error

Qué difícil de tragar el caso Ryan. Qué duro resulta asimilar lo ocurrido en la noche de aquel fatídico 12 de julio en el que una enfermera recién llegada a la unidad de neonatos del Gregorio Marañón suministró por vía venosa el alimento que debió administrar por la sonda nasogástrica. Qué desgracia tan grande, qué consecuencias tan desproporcionadas de una simple manipulación de los conductos en el cuerpecillo del pequeño de Ryan.

Toda la tragedia se fraguó en unos segundos y en un par de centímetros cuadrados. Todo se decidió en esa llave en la que confluyen dos tubos de igual tamaño pero trayectorias divergentes, una hacia el sistema circulatorio y otra al aparato digestivo. Dos tubos que la enfermera confundió. No será fácil determinar qué pasó por la cabeza de esa chica en aquel momento crítico para que cayera en semejante error. Qué le pudo desorientar u ofuscar para que la leche con que debía alimentarle terminara en las venas del bebé. Por lo que me cuentan no es una operación complicada, nada que requiera un conocimiento exhaustivo ni una habilidad especial. Sólo exige mucha atención y un elemental protocolo de verificación para conjurar cualquier posible desliz. Ahí dicen que falló, y el porqué se lo estará preguntando ella misma cada segundo transcurrido desde aquella noche aciaga. Lo peor es que no creo que encuentre respuesta. Es difícil hallarla para cualquier despiste y esto no es otra cosa que un despiste, tremendo por sus consecuencias trágicas, pero un simple despiste. Algo que le puede suceder a cualquier sanitario al margen de su nivel de experiencia o especialización, y en general a cualquier ser humano por bien amueblada que tenga la cabeza.

Nadie está a salvo de sufrir una distracción que puede tener consecuencias trágicas

Reconozco que no me gustaría estar en la piel del magistrado al que toque juzgar a esta joven por su desatino. Creo que no me sería posible determinar si fue distraída, atolondrada, negligente, o de una indolencia delictiva. Dudo que ella misma sea capaz de buscarle adjetivos a su falta. Es más, dudo que nadie pueda aplicarle una pena mayor a la que ella misma se estará infligiendo. Todos nos echamos las manos a la cabeza por la metedura de pata y todos nos compadecimos después al imaginar lo que estará pasando. Hemos de ser conscientes de que nadie está a salvo de sufrir una distracción que puede tener consecuencias trágicas. Por más que tratemos de convencernos de que casos tan terribles como el de esa mujer de Lejona, cuyo hijo de tres años murió asfixiado tras olvidarle dentro del coche, jamás podrían sucedernos a nosotros, nadie lo garantiza. En ese sentido, sí que la enfermera de Ryan somos todos, no desde luego en el que han proclamado desde el comité de empresa del Gregorio Marañón.

No tengo la sensación de que el movimiento de apoyo surgido a favor de su joven compañera persiga realmente el protegerla o levantarle el ánimo. Más bien parece una utilización mezquina del caso en favor de unas demandas corporativas que, aunque legítimas y tal vez justificadas, pierden crédito por su oportunismo zafio y por denunciar un linchamiento de toda la profesión que sencillamente no ha existido. Tampoco creo procedentes los aspavientos escenificados por el presidente del Consejo General de Enfermería contra el gerente del hospital Antonio Barba por calificar lo sucedido de error terrorífico. Francamente, no soy capaz de imaginar con qué otro discurso podía presentarse aquel día ante la opinión pública el gerente para comunicar tal infortunio. Que hubo un error es evidente y, a tenor de las consecuencias, adjetivarlo como terrorífico no parece desmesurado. A partir de ahí corresponde a la justicia investigar el suceso al detalle y determinar responsabilidades.

Nada ni nadie le va a devolver la vida al pequeño Ryan ni a su madre, con la que desde luego tampoco acertaron los sanitarios que la atendieron en el Gregorio Marañón. Habrá un proceso judicial y unas indemnizaciones para los familiares que, al tratarse de un hospital público, se pagarán con nuestro dinero. Esa factura y nuestros impuestos nos dan cuando menos derecho a exigir a la Administración sanitaria que analice minuciosamente desde la autocrítica, y no a la defensiva, las circunstancias que pudieron propiciar tan desgraciado error, que no ha sido el único. También se lo exigimos a los profesionales sanitarios cuya primera obligación y responsabilidad es la salud de los pacientes en cualquier circunstancia, por adversa que sea. Si la muerte de Ryan no sirve al menos para hacer examen de conciencia y conjurar futuros despistes es que además de torpes somos idiotas.

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