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El mundo perdido de Darwin está en la Castellana

Viaje al universo de Darwin a través del Museo de Ciencias Naturales

Por mucho que hayas oído sobre la evolución es muy probable que se te haya escapado esta joya de 1881: "Contra Darwin. Supuesto parentesco entre el hombre y el mono. Obra del doctor don Manuel Polo y Peyrolón, catedrático por oposición". Si quieres ver estas cosas tienes que darte un garbeo por La evolución de Darwin, que estará en el Museo Nacional de Ciencias Naturales hasta el 10 de enero.

Los museos modernos intentan explicar la ciencia con instalaciones, simuladores y modelos interactivos. El palacio del Descubrimiento de París, por ejemplo, se centra enteramente en el objetivo de demostrar las teorías científicas con sus ingeniosos montajes. Un paradigma en España es el ingente Museo de la Ciencia de Barcelona, y a menor escala el CosmoCaixa, que es su sucursal en Madrid: un excelente museo cuyo principal inconveniente es estar en Alcobendas.

Pero hay otra clase de museos científicos, los que se suelen llamar "de Historia Natural", o "de Ciencias Naturales", como la venerable institución que siempre ha coronado la colina del paseo de la Castellana, metro Gregorio Marañón.

La función clásica de un museo de ciencias naturales es preservar e interpretar la evidencia, y la de sus exposiciones es mostrar lo preservado e interpretar lo mostrado. No son explicaciones, sino narraciones. No pretenden que vislumbres el futuro, sino que te sumerjas en el pasado. Y eso es justo lo que consigue La evolución de Darwin, hasta el punto de que el sol dañará tus ojos cuando salgas del museo.La teoría de la evolución es el fundamento de la biología moderna, incluidas sus manifestaciones de más rabiosa actualidad, como la genómica y la bioingeniería. Pero Darwin tuvo que formularla observando rocas del Cámbrico y fósiles de moluscos, orquídeas seductoras y plantas carnívoras, extraños mamíferos, curiosos pájaros e inverosímiles insectos: la misma clase de evidencia que ahora puedes ver, y casi respirar, en las vitrinas del museo. Gran parte de la muestra ha salido de sus propias colecciones y de las del Jardín Botánico, unos kilómetros más abajo en la misma calle. Son más que historia de la ciencia: son ciencia con historia.

El opúsculo del doctor don Manuel Polo y Peyrolón, catedrático por oposición, da una buena idea de lo que tuvo que aguantar Darwin tras publicar El origen de las especies en 1859. Los argumentos provenían a menudo de científicos, pero no eran argumentos científicos, sino prejuicios ideológicos. Distinguir entre unos y otros sigue siendo, aún hoy, uno de los problemas más dificultosos a los que se enfrenta el ciudadano.

Baste recordar que el actual disfraz del creacionismo norteamericano, el diseño inteligente, se presenta en público como una teoría científica, y avalada por profesores universitarios con sus credenciales en orden -las obtuvieran o no "por oposición"-, como el bioquímico de la Universidad de Lehigh en Pensilvania Michael Behe, autor del éxito de ventas La caja negra de Darwin.

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El moderno argumento de Behe es que los sistemas biológicos son tan complejos -tan "irreduciblemente complejos"- que no pueden haber evolucionado por etapas, puesto que la décima parte de un ojo no sirve para nada. La persistencia de expertos como Behe muestra que los organizadores de la exposición han hecho muy bien en dedicar un amplio sector a Peyrolón y sus correligionarios.

El argumento del diseño inteligente tiene en realidad dos siglos. Es la teología natural del reverendo William Paley, que Darwin conocía al dedillo incluso antes de embarcarse en el H. M. S. Beagle, la vuelta al mundo en cinco años que cambió la historia de la biología. Y El origen de las especies puede considerarse una refutación sistemática y exhaustiva de la teología natural. La décima parte de un ojo sí sirve de mucho: ver algo siempre es mejor que no ver nada, y luego nunca estorbará un poco más de nitidez.

Apreciar el carácter revolucionario de una vieja teoría científica es muy difícil para nosotros, porque la teoría está incorporada en el modelo del mundo que absorbemos desde niños. La única forma de comprender el carácter radical del Origen de las especies es viajar al pasado, al menos hasta un día antes de su publicación en 1859, y asimilar el modelo del mundo que tenía la gente de entonces. La evolución de Darwin también presta mucha atención a este capítulo.

El visitante se ve capturado nada más entrar por las maravillosas láminas de Albertus Seba, un farmacéutico holandés que abrió su botica en pleno puerto de Ámsterdam a principios del siglo XVIII. Aprovechando la privilegiada ubicación del local, Seba pedía a los marineros que le trajeran cuanta planta o animal exótico hallaran en sus travesías, y el resultado fue el Thesaurus que publicó en 1734, dos años antes de morir, donde recogió sus investigaciones sobre nuevos preparados medicinales basados en esos especímenes, y sobre todo los dibujos con que quiso inmortalizarlos.

Allí están el pez globo y el murciélago, la cobra y el pulpo gigante, pero también -algún marinero se pasó de listo- la cabra de ocho patas y la tortuga de siete cabezas. El interés por la biología es tan viejo como el ser humano, pero también lo es su confusión con la magia. El mundo vivo es tan frondoso y exuberante que nada debía parecer imposible, ni siquiera a las personas más cultas y sobrias de la época. Antes de Darwin todo valía en biología.

Fue Darwin quien aportó a las ciencias de la vida la gran unificación que tan desesperadamente necesitaban. La evolución es el gran principio unificador de la biología, puesto que todos los seres vivos del planeta, por muy dispares, extravagantes y caprichosos que parezcamos, compartimos un origen muy humilde: "Uno o unos pocos organismos simples y primordiales", como dijo Darwin, o unas pocas bacterias y arqueas que medraron en la Tierra hace más de 3.000 millones de años, como decimos hoy.

Sin asimilar a fondo este hecho esencial no se puede entender nada en biología. Ni siquiera es posible compilar una lista aceptable de los genes humanos sin comparar nuestro genoma con el de nuestros compañeros de viaje. El metabolismo que alimenta de energía nuestras neuronas es literalmente un invento de los primeros microbios que poblaron el planeta. Sin bacterias no hay neuronas, y sin entender las bacterias no hay entendimiento en las neuronas. Por eso tienes que visitar La evolución de Darwin.

Y dale recuerdos al doctor don Manuel Polo y Peyrolón, catedrático por oposición. Esa especie no se extingue.

Javier Sampedro es científico, periodista especializado en temas de ciencia y autor de libro Deconstruyendo a Darwin.

Dos jóvenes observan una reproducción de Charles Darwin en la exposición <i>La evolución de Darwin </i>del Museo Nacional de Ciencias Naturales.
Dos jóvenes observan una reproducción de Charles Darwin en la exposición La evolución de Darwin del Museo Nacional de Ciencias Naturales.GORKA LEJARCEGI

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