La elasticidad del Estado
Se ha conseguido, pero una experiencia como esta no se puede repetir", me decía un alto dirigente del Gobierno catalán. El pacto de financiación autonómica ha vuelto a poner a prueba las costuras del Estado de las autonomías. Un año de discusiones, desencuentros, peleas entre hermanos socialistas, desafíos y amenazas simplemente para cumplir lo que estaba escrito en una ley orgánica del Estado, el Estatuto de autonomía de Cataluña. Si en agosto del pasado año -la fecha límite que marcaba el Estatut- se hubiese llegado al acuerdo al que se ha llegado ahora, unos y otros se hubieran ahorrado mucho desgaste y los ciudadanos, mucha perplejidad. ¿Por qué no fue posible? ¿Hay que entender que este espectáculo es consustancial al Estado de las autonomías, la única manera de dar algún paso adelante sin que el juguete se rompa del todo?
¿Hasta qué punto es elástico el Estado autonómico? ¿Hasta dónde se puede llevar este juego que consiste en ir forzando sus hechuras, en vez de construir un traje nuevo? Las primeras reacciones dejan pocas dudas de que el juego continuará. El PP al presentarlo como caótico y excesivo, está anunciando su intención de poner el freno cuando llegue al poder. CiU, al considerarlo, a todas luces, insuficiente, está advirtiendo que al minuto de regresar al poder pedirá más. Aunque las audacias, a menudo, se tornan en prudencia, una vez alcanzado el objetivo deseado: gobernar. Y Esquerra Republicana ya ha recordado que el próximo paso es el concierto. Interesante mención indirecta a los invisibles de este debate: País Vasco y Navarra, que han conseguido realmente que en el juego de agravios comparativos nadie se acuerde de sus privilegios. Curioso fenómeno de amnesia colectiva, porque si alguien rompe cualquier idea de equidad entre autonomías son ellos. Forma parte de los tabúes de la democracia, entre otras cosas porque detrás del concierto había la ilusión de que callarían las armas y los que las empuñan no hicieron ni caso.
Diríase por tanto que este espectáculo permanente de ofensas y victimismos, de acusaciones de deslealtades y agravios, es condición necesaria para no afrontar la realidad de los límites del Estado de las autonomías. Se creyó, quizás ingenuamente, que Zapatero quería hacerlo cuando lanzó la España plural. Pero se descubrió pronto que no era una estrategia sino un eslogan. Y volvimos a lo de siempre: traiciones a las patrias, ofensas identitarias, y todo tipo de monsergas retóricas de acompañamiento a la lucha por el reparto del poder. Con lo cual el sentido del espectáculo es claro: mantener una ficción para no afrontar la realidad de un cambio de modelo. Es la herencia de una cláusula de estilo de la transición: la ambigüedad, que permite a todos especular a gusto con las interpretaciones de las reglas del juego. La ambigüedad era sostenible entre los padres fundadores de la nueva democracia española, porque sabían los implícitos que contenía y hasta dónde estaban dispuestos a llevarlos. Pero de aquellas complicidades apenas queda el recuerdo. La elasticidad del Estado está rozando sus límites.
¿Por qué se mantiene la ficción? Porque caso de mirar la realidad de frente nos encontraríamos ante tres opciones posibles: un cierre regresivo del Estado autonómico, que permitiera al Gobierno central recuperar competencias y tensar las riendas, que es adonde parecía querer conducirnos Aznar, y que pasaría por un acuerdo PP-PSOE; una aceptación leal de la realidad plurinacional de España, en clave federal, que es lo que pareció insinuar Zapatero, pero se arrugó enseguida; o, simple y llanamente, la separación, los procesos de independencia de las naciones periféricas. El miedo a cada una de estas tres opciones lleva a la perpetuación de la conllevancia. Hasta que el cuerpo aguante. Se dirá que cualquier forma de convivencia es en el fondo una ficción pactada. Es cierto, hasta que los tabúes sobre los que se sostiene empiecen a romperse. Y cuando esto ocurra todos lamentarán no haber tenido el coraje de anticipar los cambios.
El sociólogo Salvador Cardús cuenta que un amigo suyo le dijo que, para él, que Cataluña se separara de España sería como si le arrancaran un brazo. Aquí está el malentendido, decía Cardús: "Cataluña no es un brazo, no es un apéndice de nadie. Es un cuerpo entero". Quizás si partiéramos de este reconocimiento mutuo sería más fácil entenderse y afrontar el futuro del Estado sin tabúes y sin deprimentes negociaciones inacabables. Al fin y al cabo, para abrazarse hay que ser dos.
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