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OPINIÓN
Columna
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El temor y el riesgo

La polémica desatada por el cierre definitivo de la central nuclear de Garoña en julio de 2013 ha arrancado del presidente del Gobierno la promesa de llevar al Congreso el próximo otoño un proyecto de planificación energética hasta el año 2030. Las líneas centrales del proyecto serán la apuesta por las energías renovables y la exigencia de nuevos requisitos para autorizar las prórrogas de funcionamiento de las centrales nucleares ya existentes, haciendo coincidir su vida útil con la vida de diseño.

El rechazo social a la energía nuclear hunde sus profundas raíces emocionales en la utilización bélica de esa terrorífica fuerza destructiva: desde el recuerdo de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki en 1945 y la política de disuasión entre las grandes potencias durante los peores años de la guerra fría hasta el acceso de nuevos países (India, Israel, Pakistán, Corea, Irán) a las armas atómicas y la posibilidad de que las organizaciones terroristas puedan hacerse con ellas. Ese pánico justificado ha arrastrado por contaminación a los usos pacíficos de la energía nuclear, supuestamente unidos sin solución de continuidad a su empleo destructivo; los accidentes de Three Mile Island de 1979 y de Chernóbil en 1986 dieron un impulso arrollador a los movimientos antinucleares en todo el mundo.

El presidente Zapatero anuncia un plan para reducir la energía nuclear en beneficio de las renovables

Sin embargo, los avances tecnológicos han favorecido la construcción de centrales nucleares más seguras y más eficientes; las lecciones extraídas de los terribles accidentes del pasado también han mejorado sus protocolos de funcionamiento. Pero los movimientos ecologistas argumentan que el almacenamiento de los residuos radiactivos no ha sido todavía resuelto de manera satisfactoria. Nadie puede descartar tampoco de antemano fallos humanos o atentados terroristas que amenacen las centrales; la única respuesta -igualmente alarmista- sería señalar otros blancos imaginables tan sensibles e igualmente atacables. Ciertamente, por ínfima que sea la probabilidad de que se materialicen riesgos de ese tipo, las consecuencias de un accidente catastrófico resultan incalculables. Sólo cabe argüir que las autorizaciones de las 438 centrales operativas en 30 países a fecha de 2007 (104 en Estados Unidos, 59 en Francia y 50 en Japón) y de las 30 actualmente en construcción difícilmente pudieron ser tomadas por un hatajo de locos, irresponsables o malvados.

El proyecto a medio plazo de Zapatero no sólo parece renunciar a la construcción de centrales de tercera generación más seguras y eficientes, sino también a la prórroga de los 40 años de vida útil de las siete inauguradas entre 1980 y 1987, que eventualmente seguirían en funcionamiento tras el cierre de Garoña. De llevarse a cabo ese plan, la contribución de la energía nuclear a la producción de electricidad, ahora el 22% del total, sería cero en 2027 y debería ser sustituida por energías renovables, hoy por hoy más costosas y cuyas consecuencias indeseadas no pueden conocerse. Una apuesta demasiado arriesgada para no ser meditada y debatida a fondo.

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