El bautismo de Jacko
Caminaba a media tarde por Midtown Manhattan y el nombre de Michael Jackson llegó varias veces a mis oídos. Al rato, un amigo me dijo que acababa de escuchar en las calles del Soho que Jackson había muerto. Pero, ¿quién podía creérselo? Hacía tantos años que la presencia pública del cantante se había deslizado hacia una patológica excentricidad que morirse era, en su caso, una fatalidad que le puede ocurrir a cualquier individuo corriente.
Nueva York no es Los Ángeles, aquí los ricos son, sin duda, tan locos como los de la Costa Oeste pero más discretos. Dentro de la particular sociología neoyorquina que, con los años, una cree captar, la extravagancia de Jackson, tan refractaria al contacto con otros seres humanos, poco tenía que ver con los extravagantes neoyorquinos que, millonarios o no, se mezclan con cualquiera en cualquier esquina. Pero la muerte hace brillar la esencia y, al margen de que a Jackson se le considerara el loco de atar que agitaba bebés por la ventana, se sometía a operaciones quirúrgicas que desfiguraban su rostro y vivía en un parque de atracciones, hay algo que cualquier estadounidense respeta, sea del Medio Oeste, de California o de esta ciudad única que es Nueva York: el ritmo. El ritmo es un don al que se rinde el músico, el presidente y el hombre de la calle. América es el ritmo. Y Jackson estaba sobrado de él. Así que cuando finalmente se confirmó que el más pequeño de los Jackson Five había muerto de un paro cardíaco, decenas de espontáneos se arremolinaron bajo las pantallas gigantes de Times Square en las que se proyectaban imágenes de sus videoclips más memorables; otros ciudadanos, dispuestos a hacerle un duelo más profundo, hicieron cola a las puertas del teatro Apolo, en el corazón de Harlem, para que quedara constancia de que uno de los suyos había muerto.
Ayer Harlem le perdonó su nariz operada, su ridículo pelo alisado
La muerte pone las cosas en su sitio: Michael Jackson era negro. A pesar de la renuncia pública a su nariz africana y de sus esfuerzos por aclararse la piel (no he llegado a saber nunca si se trataba de una enfermedad o una manía), Jackson era negro. Y los negros hacen suyos a sus muertos. Harlem le rindió un homenaje en el teatro donde se convirtieron en celebridades los negros del jazz en los tiempos en los que se les tenía prohibido tocar o cantar en lugares de blancos. De ahí que esa despedida popular en el templo de la música negra tuviera un carácter más de recibimiento que de adiós definitivo. A la hora de recapitular sus fallos y sus aciertos lo que queda es la música y la música aquí es sagrada.
Jackson era negro. Segregar la música por razas es injusto e inapropiado pero no se trata de razas, hay que explicarlo, sino de cultura, de cultura negra, y ésa es la que mamó el pequeño de los Jackson Five. Tienen razón los que dicen que antes hubo otros, que Jackson fue más mediático pero que no se puede obviar a James Brown; tiene razón Diego A. Manrique al afirmar que fue el gran aglutinador de las distintas corrientes del pop. Pero eso no le resta mérito. Su capacidad de conectar con el ritmo interior del pueblo, su habilidad para hacer bailar a la gente, para inventarse una coreografía que está ya interiorizada por todos los ciudadanos americanos (y del mundo), su maestría en hacer música popular, esa música que tiene la cualidad de metérsete dentro, como si te la tragaras, es indudable.
Ayer Harlem le perdonó su wonderland, su nariz operada, su ridículo pelo alisado, la falta de empatía que tenía con el público que le había alzado. Le perdonó sus bobadas de rico desequilibrado, caprichoso, tan alejado de su origen humilde, tan distinto de esa otra estrella memorable que es Stevie Wonder. Ayer el Apollo, que tiene algo más de templo que de teatro, celebró un bautizo más que un entierro. Bautizaban a Jacko, ese chico tanto tiempo perdido en el universo de las celebridades desequilibradas.
Jacko, que, irónicamente, rima con Wacko, el insulto más apropiado para él y el más ofensivo: loco de atar.
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