Domingueros
Como bien sabe todo el mundo, una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil, de ahí que el nacionalismo beligerante se muestre tan delicado a la hora de caminar de puntillas sobre sus métodos, y tan contundente a la hora de establecer sus raíces y sus propósitos. En la cadena de la patria, el rencor y el futuro justifican la parte más dudosa de cualquier camino que conlleve también la coacción y la amenaza. El método, los medios justificados por el fin, suponen siempre la parte más vergonzosa de una causa noble. Los sueños del Che Guevara, por poner un ejemplo popular, no tenían más enemigo que su propia pistola. De igual manera, el estalinismo utilizaba el pasado y el futuro a su antojo para negar el ahora, es decir, la verdadera responsabilidad de sus acciones. La Iglesia católica ha empleado con demasiada frecuencia armas similares, algo que podríamos denominar la figura del árbol doblemente invertido. En esta simetría vertical, las raíces se hunden en la historia y se duplican a la inversa para instalarse en el futuro, del limbo al cielo, dejando a la intemperie el tallo débil del asunto, nuestras vidas. La doctrina católica sólo promete al ser humano dos inocencias, una es prenatal y la otra post mortem. Curiosamente, ninguna de ellas lleva nuestro nombre. En eso también se asemeja a la promesa del marxismo que nos condena como individuos mientras nos salva como causa superior a nuestros caprichosos asuntos. Donde unos dicen cielo, y otros dicen patria, algunos dicen pueblo. Todas estas hermosas expectativas considerarán nuestras verdaderas necesidades una razón secundaria, y no es de extrañar que la palabra sacrificio sea compartida por las diferentes utopías que en el mundo han sido. Parece demostrado que los soldados del ideal, lejos del uniforme, se convierten en un estorbo.
"El retroprogresismo es una creación asombrosa de la nueva izquierda"
Frente al peso pesado de las grandes leyendas se proyecta ahora la sombra difuminada de los sueños ligeros, más populares en tiempos recientes. Por un lado, el neoliberalismo salvaje, donde el bienestar es un Dios cruel, ambicioso y pequeñito, y por otro, el retroprogresismo, donde un bautismo civil no es, como pudiera parecer, una memez y una horterada, sino un avance fundamental en la formación de unas nuevas costumbres sociales que situarán por fin y con toda dignidad nuestra graciosa estupidez a la altura de la estupidez solemne que tanto hemos despreciado.
El retroprogresismo es una de las creaciones más asombrosas de la nueva izquierda. Sustituye todos los ritos por ritos paralelos, no cambia el fondo, sino la forma de todas las condenas. Me recuerda con frecuencia a esas misas pop de mi infancia, cuando se cantaba alegremente (y al ritmo de una música muy mala) al mismo Dios del que pretendíamos escapar.
Una vez más, el árbol incrusta sus raíces en dignidades pasadas y futuras, el limbo y el cielo, y desprecia nuestro verdadero nombre incluso en nuestro propio bautismo.
Cabe pensar que la izquierda tendrá una presencia necesaria en el desarrollo no futuro, sino puntual, de individuos libres, y por eso precisamente resulta tan desconsolador vernos vestidos de domingo imitando torpemente a los fantoches que marcaron nuestras ansias de individualidad.
Mientras el retroprogresismo campe a sus anchas por esta nueva España condenada a imitar la caduca burocracia enemiga, poca esperanza queda para la inteligencia.
La sustitución de ritos cansados por nuevos ritos idénticos es en el territorio de las libertades tan inútil como el cambio de decoración en el obligado territorio de la celda.
Como decía Dante Alighieri, no se hace el Gobierno para las leyes, sino al contrario. Todo en la composición de un Estado debería estar al servicio del ciudadano, incluido el Gobierno y el monarca, o la mismísima república.
Las necesidades del ciudadano no parecen exigir distintas canciones para las mismas bodas.
Ni domingueros más alegres para los mismos tristes lunes.
Ilustración de César Fernández-Arias
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