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Columna
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Cada solución, un problema

Como un implacable recuerdo del futuro, los tiempos son llegados y hay que resolver esa especie de sudoku que es la financiación autonómica. El presidente Zapatero, que en su día definió el acuerdo con Cataluña como una variable independiente, se embridó él solito a mata caballo, limitando a priori su margen de maniobra, mientras otros sacaban petróleo de la deuda histórica y algunos se dedicaban a usar modelos y expertos para marear la perdiz. Debe saberse que los cálculos están más que hechos, las hipótesis sobre la probable insuficiencia dinámica de los fondos para Galicia, por ejemplo, son más que conocidas y que es la hora de la política, con todo el respeto que merezcan los económetras.

La financiación vigente no responde al hecho de que el sistema de bienestar lo prestan las autonomías

El Estado de las Autonomías mezcló, en su diseño equivocado, identidades fuertemente arraigadas en ciertos territorios con una subasta indiscriminada de algo más que descentralización administrativa. En consecuencia, algunos viven una progresiva incomodidad dentro de corsés que consideran muy rígidos y, en cualquier caso, lejos de un consenso sin reservas. A esta traza institucional, probablemente urgida por las circunstancias de la transición -aunque no totalmente explicada por ellas-, hubo de servir un sistema de financiación muy complejo. Y eso, en primer lugar, por la coexistencia de dos haciendas, la foral y la común, con agravios comparativos entre ambas, que acabaron por instalar en los flujos financieros la sospecha de privilegios objetivos y escasa solidaridad. Por otro lado, además, las prisas provocaron valoraciones de los servicios transferidos que incrustaron en servicios esenciales déficits mal cubiertos. La valoración real de las necesidades de gasto de las distintas comunidades autónomas se pudo hacer mejor, ya que se esclerotizaron ciertos desequilibrios regionales y fue muy lenta la igualación de los stocks de capital que hubieron de evolucionar desde el momento cero.

El mal llamado modelo de financiación vivió demasiado tiempo colgado de las ubres de la hacienda central, con la complicidad de los gestores autonómicos. Los gobiernos de Madrid, a su vez, tensionaban la cuerda de los ingresos, como si el Estado no fuésemos todos y los ciudadanos entendían bien poco, esa es la verdad. Y todos, aunque unos más que otros, usaban las discusiones para hablar -sin mencionarlo- del modelo de Estado, introduciendo ruido y tensiones en la lógica puramente económica de las distintas propuestas.

A día de hoy, nadie puede ya llamarse a andana y, menos que nadie, el Gobierno central, pues se sabe que las principales prestaciones del Estado del Bienestar son competencia de las autonomías. La financiación vigente no responde adecuadamente a ese hecho objetivo, pues los recursos autonómicos crecen a una tasa inferior a la de los servicios a prestar. A su vez -y es éste un terreno poco pacífico- las variables y ponderaciones que se usan para calcular cuánto necesita cada cual son difícilmente compartidas: el arco mediterráneo alega congestión demográfica y los gallegos o los castellano- leoneses, pongamos por caso, colocan encima de la mesa la dispersión y el envejecimiento. De una u otra manera, todos tienen su razón, pero los diferentes pesos políticos pueden inclinar la balanza a favor de unos o de otros. Por añadidura, en Cataluña se quejan de que los sistemas de nivelación fiscal les perjudican y sus argumentos son parcialmente atendibles, sobre todo por la escasa transparencia.

Por último, a la desafección que unas comunidades revelan frente a la solución constitucional de los hechos diferenciales, se une cierta fatiga de la práctica de la solidaridad, exacerbada en otras latitudes por la Liga Norte italiana, pero también apuntada por aquí. De hecho, el Gobierno catalán se alinea con esa filosofía, agravada por la dejadez del Estado en algunas inversiones básicas para el funcionamiento de la economía catalana.

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Llegados a este punto, debemos felicitarnos por el consenso entre las fuerzas políticas presentes en el Parlamento gallego, apoyo que habrá de ser continuado para dar solidez a una postura negociadora que no podrá aceptar para Galicia una respuesta que la convierta en elemento acomodaticio de soluciones superiores, porque aunque hablemos de sudoku, no estamos ante un juego de resultado único, sino apropiado para enfrentar nuestras dificultades. Así haya que hacer de cada mala solución un problema, pues los gallegos no somos menos que nadie.

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