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Columna
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Soledad

Los informes y los indicadores económicos son demoledores.

Las noticias económicas internacionales y la tendencia de la actividad para los próximos meses solo invitan al pesimismo. Ni un resquicio de esperanza. Las previsiones para la economía española son peores si cabe. Más desempleo que ningún otro país de la Unión Europea. Más déficit en las cuentas públicas y mayores desequilibrios en la balanza comercial. En este contexto la economía valenciana está peor preparada para soportar los embates de la crisis. Lustros de demasiado ladrillo y décadas de estrategia turística desvariada, nos han llevado al desmantelamiento industrial y a la excesiva concentración en el sector servicios, sin contemplar medidas eficaces para frenar la decadencia de un sector agroalimentario repleto de oportunidades y abandonado a su suerte.

La palabra que mejor define el estado de ánimo de los empresarios valencianos es la soledad. La impotencia que sienten está irremediablemente acompañada de varios interrogantes, al margen de los conocidos acontecimientos que precipitaron en el verano de 2008 la crisis internacional. La soledad del empresario valenciano en 2009 viene acrecentada por la sensación de sentirse olvidado en tierra de nadie. Entre la Administración central (PSOE) y la autonómica (PP). Ninguneados por unas administraciones domésticas que, en el mejor de los casos, pagan las deudas contraídas a los 580 días, tal como se ha denunciado recientemente por alguna organización empresarial. Y no basta, porque la Asociación Valenciana de Empresarios (AVE), en boca de su presidente, Francisco Pons, ha insistido, por enésima vez, en que las administraciones autonómica y central deben de superar su confrontación sistemática para llegar a un civilizado pacto de colaboración para mejorar la gravísima situación por la que atraviesan la economía y el empleo en la Comunidad Valenciana. Coordinación que debería alcanzar a las instancias municipales y a la sangría tributaria que asfixia al contribuyente. No se puede subir constantemente los impuestos cuando los empleos, los sueldos y las rentas, caen en picado. Los Ayuntamientos no deben de tener las manos libres para obtener fondos que han de servir para enmascarar los despilfarros y su ineficacia en la gestión de los recursos públicos. Los ciudadanos no son responsables de su mala cabeza y por tanto, no deben pagar estos dispendios porque, además, su maltrecha economía no lo puede soportar.

Todos estos aspectos refuerzan la sensación de soledad que angustia al empresario. ¿Por qué precisamente cuando más arrecia la crisis las administraciones públicas reducen sustancialmente sus capítulos de inversión? ¿Lo que se pretende es acabar con las empresas? Es decir, provocar más crisis empresariales, menos actividad económica, menos productividad y más paro. Austeridad es otra cosa.

Si es así, el sector público está acertando en su estrategia de que prevalezcan los objetivos ideológicos y políticos sobre los económicos y empresariales. Es posible, pero perverso, que se llegue a ganar elecciones incrementando la miseria de los ciudadanos. ¿Es razonable que no se reduzcan gastos en festejos mientras se escatima en inversión y se asfixia a los agentes económicos en los pagos?

Se ha repetido hasta la saciedad que es urgente asegurar la financiación de las empresas. Que es preciso cambiar las reglas de juego en la nueva contratación de mano de obra. Que no se puede perder más tiempo. Es demencial que las empresas sigan soportando todavía el IVA de los impagados, cuando este capítulo crece cada día. Es hora de olvidar planes ineficaces de competitividad y de hacer lo posible para que las empresas sean más productivas y, por consiguiente, más competitivas. Y aunque parezca una obviedad, hay que escuchar a los empresarios antes de adoptar medidas que no necesitan.

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La soledad es terrible y de ella depende en gran medida la salud de las empresas y de la economía. Queda una última pregunta por formular: ¿Qué ocurrirá cuando las administraciones públicas se queden sin empresas que justifiquen su existencia y sin beneficios que nutran sus arcas?

Las empresas tienen un límite en su resistencia. Las empresas no disponen de liquidez infinita para atender las exigencias desmedidas del sector público, entre otras cosas, porque tienen que atender previsiones, amortizaciones e inversiones. Y si esas necesidades no se pueden cubrir por parte de la iniciativa privada, la sociedad puede olvidarse de castillos artificiales, de connivencias interesadas y de celebraciones estrafalarias, para pasar al entierro de la gallina de los huevos de oro. Será el fin anunciado de un sistema productivo construido en falso, con rebelión incluida de sus víctimas, si alguien no lo remedia.

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