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Análisis:ANÁLISIS
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Menos influencia, más presencia

El poder de ETA para influir en la sociedad vasca se ha reducido a la mínima expresión conocida. Aun así, la existencia de la organización terrorista -un exotismo en la Europa occidental- permanece como la mayor anormalidad en nuestra convivencia. Se comprende, por lo tanto, que la neutralización de un grupo criminal que mata, extorsiona y amenaza a quienes no se doblan a sus exigencias reciba la atención preferente de quienes nos gobiernan. Se entiende menos esa perversión del debate político en España y en Euskadi que tiende a convertir a ETA en el centro de todo, tanto cuando actúa como cuando tiene que reconocer, como en la entrevista del pasado lunes en Gara, su escasa capacidad de "hacer daño al enemigo".

El fin de la violencia debe ser la condición previa, no la consecuencia de nada

Una de las pocas cosas de las que puede vanagloriarse la organización es de haber conseguido trasladar a los partidos democráticos la responsabilidad de buscarle una salida que ella se empeña en negarse. Por un deseo comprensible de acabar con una pesadilla sangrienta de más de cuarenta años, y también por la vanidosa creencia de que la política lo puede todo, gobiernos y dirigentes de distinto ámbito y color han terminado estampándose en el mismo muro. ETA acabará cuando alguien escriba un comunicado anunciándolo, pero es muy probable que su final no se parezca a ninguno de los que se han preparado o imaginado. En consecuencia, se pierde tiempo y energías cuando se pretende ir más allá de la contención policial y judicial de ETA y la deslegitimación política y social de los motivos con los que trata de justificar la violencia.

Ya en los ochenta, cuando el terrorismo se hacía presente con atentados brutales una semana sí y otra también dirigentes de Euskadiko Ezkerra, que sabían de qué hablaban, plantearon la conveniencia de hacer política en Euskadi "como si ETA no existiera". No proponían cerrar los ojos ante sus crímenes, sino dejar de prestar atención a los pretextos que aduce para cometerlos. Intuían que ninguna cesión o intento de convencerle de que dejara las armas serviría para detener el mecanismo de la violencia. Los procesos de Argel, Lizarra y Loyola, y otros ensayos de menor rango, han confirmado la certeza de aquel presentimiento.

Pese a esa evidencia, y a pesar de la trayectoria menguante de la pesadilla, el influjo de ETA continúa demasiado presente. Su existencia resulta imposible de obviar si asesina a un ciudadano o abre un resquicio para el final, pero se hace más difícil de explicar su presencia en el debate público cuando no se produce ni una cosa ni otra y se encamina hacia la irrelevancia. "Nunca pondré plazo a un posible final de ETA", dice Rodolfo Ares, como corresponde a todo consejero o ministro de Interior, pero, cada vez que le preguntan por el asunto, el lehendakari, Patxi López, no se resiste a dejar de afirmar que el fin "no está lejano", quizá porque antes Eguiguren apuntó que esta legislatura iba a ser "decisiva" en tal propósito. De ahí que Iñigo Urkullu perciba que quizá se estén abriendo ya "caminos de paz", en contra de lo que anuncian los dos encapuchados de ETA en la entrevista de Gara: que están enfrascados en "fijar una estrategia política-armada eficaz", porque la que han intentado hasta ahora no les ha dado los resultados apetecidos.

Algo parecido cabe decir de las actitudes diametralmente opuestas con que abordan el problema de ETA los partidos nacionalistas y el PP, y que coinciden ambas en regalarle de forma gratuita protagonismo. La derecha, pretendiendo buscar de forma enfermiza la ultra-respuesta a un fenómeno declinante, con lo que desvaloriza sus propias aportaciones a la derrota de ETA. No se explica de otra forma su reacción al fallo del Tribunal Constitucional que ha permitido a Iniciativa Internacionalista concurrir a las elecciones europeas al revocar la anulación por el Tribunal Supremo de la lista encabezada por Alfonso Sastre. Lejos de suponer el fracaso que se lamenta -un gol "colado" por los violentos-, la sentencia contribuye a reforzar el Estado de derecho y contiene una eficaz impugnación de los prejuicios proyectados desde Euskadi contra la ley de Partidos.

El vicio del nacionalismo democrático es el contrario: un exceso de comprensión, pese a abominar de la violencia, de los motivos y sufrimientos del sistema de organizaciones que gira alrededor de ETA; quizás, porque comparte ideológicamente lo primero y admira lo segundo. La utopía de la unidad de la comunidad nacionalista y los calculados intereses de los partidos han conducido a rebajar muy considerablemente su nivel de exigencia para relacionarse o colaborar con el mundo de la violencia. Sólo en muy pocas ocasiones el nacionalismo le ha interpelado a ETA para que explique cuándo y cómo le eligieron los vascos como tutor armado de Euskal Herria. La mayoría de las veces ha estado más pendiente de su papel como poder fáctico y de las iniciativas que, a su sombra intimidatoria, la izquierda abertzale afín ha puesto en marcha con el señuelo de la paz.

Los movimientos del espectral polo soberanista resultan buen ejemplo de esta conducta. Atrapados por las urgencias (EA) o movidos por la necesidad (LAB), el interés distante (ELA) o el cálculo (Aralar), ninguno de los convocados le ha dicho a Otegi que la desaparición de la violencia debe ser la condición previa de cualquier cosa, no la consecuencia de nada. Se equivocarían, como se equivocaron en Lizarra, si piensan que lo que puedan hacer llegará a convencer a ETA de que debe cerrar la tienda. De la misma forma, la insistencia del lehendakari y otros miembros de su partido sobre la proximidad del fin sólo puede llevar a crear el estado anímico propicio para volver a entramparse en el proceso que se ha dado por cerrado para siempre.

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