Los vecinos y las cosas de la vida
Las relaciones vecinales son de esas cosas que tiene la vida fáciles de comprender y difíciles de explicar. Por ejemplo, los problemas de rechazo de los vecinos hacia las personas que no forman parte, aunque desean hacerlo, de la comunidad concreta son más frecuentes de lo que creemos en sociedades como las nuestras, que se proclaman democráticas y dicen creer en la igualdad. Hay, de hecho, historias e intrahistorias en las relaciones vecinales que no tienen que envidiar por su complejidad a los conflictos entre naciones. Sabiendo esto, cuesta entender los términos del problema y nunca se puede decir que no haya motivos para él. Las razones se encuentran en expectativas no cumplidas, en dichos o en leyendas que recorren la cara visible de la vida. Nadie suele comprobar la certeza o falsedad de las mismas. A estas alturas ya sabemos que nos gusta más vivir con los que son semejantes a nosotros y nos desagrada convivir con aquéllos que vemos diferentes, con un estatus inferior al propio. La distinción es algo que nos gusta proteger.
Las personas hacemos lo que sabemos y podemos; no es extraño que construyamos la opinión desde miedos o expectativas, sin saber si éstas son como creemos que son. Manejamos creencias e ideas sin que sea necesario que estén probadas en el tribunal de la razón. A veces, la retórica de lo que creemos se mueve deprisa, más de lo que los datos permiten decir o hacer. El problema es que no importa tanto lo que sea como lo que suponemos que es.
Las relaciones vecinales suelen ser problemáticas. No es infrecuente que la micropolítica de estos choques sea el rostro destacado de los conflictos generales en las ciudades que quieren distinguirse para crear una identidad específica, basada en el estatus que los otros no tienen. En muchos casos, tratamos estas desavenencias como si no existiesen, echando mano de la retórica basada en grandes principios. Las autoridades suelen hablar de ellos asumiendo la importancia, por ejemplo, del respeto a la diferencia, a la diversidad, a la integración, a los derechos que tienen todos los ciudadanos y sintiéndose garantes de ellos. Ciertamente, ¿quién en su sano juicio se opone a ello, cuando estos valores forman parte de la cultura democrática de nuestros pueblos y ciudades?
El caso de la Arboleda retrata la importancia de las relaciones de vecindad para muchos ciudadanos, tanto que están dispuestos a manifestarse para declararlo. Pero también nos deja entrever la enorme debilidad de la retórica de las autoridades públicas cuando tienen que enfrentar problemas de raíz vecinal. Esto es más extraño aún en una sociedad como la vasca, tan apegada a la idea de la negociación y a las metodologías para construir consensos.
Cuando los conflictos micro se enconan, cuando la vida cotidiana se convierte en noticia y los vecinos se reivindican, es cuando uno tiene la impresión de que la convivencia es el bien a construir, que no puede darse por supuesta y que la amenaza de que se suspenda no es sólo un temor, sino el momento en el que el mundo de los grandes principios demuestra una debilidad sorprendente. Esto nos obliga a mirarnos al espejo y reconocer que hay caminos que para la democracia son imprescindibles, pero no por ello son fáciles de recorrer y nada de lo que damos por supuesto está asegurado, incluso el reconocimiento igualitario entre vecinos.
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