Un mercader de cielo azul y aire
El célebre artista James Turrell crea en el museo de escultura de Montenmedio "el negativo de una pirámide" - 'Second wind' es su mayor obra en Europa
"Vendo cielo azul y aire de colores. Nada tangible, pero yo -a diferencia de los agentes financieros que han provocado la crisis- voy con la verdad por delante", afirma sin tapujos James Turrell (Los Ángeles, California, 1943), un hombre sencillo e inteligente que llama a las cosas por su nombre. Turrell daba ayer los últimos retoques a Second wind, la mayor pieza permanente que el artista ha realizado en Europa y que se inaugurará el sábado en la Fundación Montenmedio (NMAC) de Vejer de la Frontera (Cádiz). A pesar de sus palabras, el pedazo de cielo que le ha vendido a la colección NMAC, tiene un impresionante envoltorio que puede visitarse a partir del domingo.
La obra, que forma parte de la serie Sky spaces, es "el negativo de una pirámide" en la que el público puede penetrar para disfrutar de lo que el artista pretende que sea una experiencia mística. Es una pirámide truncada excavada en el interior de una colina natural a la que se llega a través de un túnel. Dentro, rodeada por una especie de piscina-fuente, se encuentra una estupa, construcción budista para contener reliquias, recubierta de basalto con una abertura en el techo que permite contemplar el cielo, el alma de la pieza. "Tiene forma de jarrón, es como un recipiente para guardar el alma. Mi intención es que la gente penetre en la estupa para encontrarse consigo misma. Quiero que desaparezcan las fronteras entre dentro y fuera, entre material e inmaterial. En este mundo todo es ilusión".
"La luz es la materia prima de la obra y cada día se renueva", dice el autor
El equipo que lleva trabajando en este proyecto desde 2006, del que también forman parte el ingeniero de iluminación Erick Helaine, la comisaria y directora de la fundación Jimena Blázquez y el ingeniero de la obra Salvador González, realizó la primera prueba completa la noche del pasado martes. El cansancio desapareció de sus rostros para dar paso a una sonrisa de satisfacción cuando, a medida que avanzaba la puesta de sol, el cielo que podía verse a través del orificio de la estupa fue adquiriendo colores puros, casi irreales: azul, verde esmeralda, dorado, rosa palo, violeta... hasta llegar al negro.
"La luz es la materia prima de la obra y, por tanto, cada día se renueva. El show -de unos 45 minutos- se repite al amanecer y al atardecer y adquirirá distintas texturas dependiendo de lo que pase ahí fuera: nubes, lluvia, estrellas, pájaros", comenta el artista, instantes después de que una cigüeña se cruce por su trozo de cielo. "Me ha costado mucho que Pepe -el jefe de obra- la suelte justo a tiempo", bromea.
James Turrell destacó en la década de los sesenta dentro de un colectivo que trabajó con la luz y el espacio y que, en cierta medida, fue la antesala del minimalismo. Pero en lo que respecta a etiquetas, él prefiere hablar de su obra como "arte perceptivo".
Pese a su aspecto de venerable y circunspecto anciano, derrocha vitalidad, ironía y sentido del humor. Un carácter que ha forjado sobre la austera educación cuáquera que recibió de sus padres, a la que ha sumado sus estudios de Matemáticas, Psicología de la Percepción y Arte.
Todo esto le ha servido de base para sacar adelante su gran proyecto: vaciar para convertir el cráter Roden, un volcán extinguido en Flagstaff (Arizona), en una gran obra. Turrell trabaja y vive allí desde 1976 y ese empeño le costó, incluso, que su esposa lo abandonara en 1982. "Cuando decidí comprar el rancho -50 hectáreas volcán incluido-, ella me dijo que iba a echar a perder el futuro de mis hijos", recuerda Turrell. El cráter Roden se abrirá al público en 2012, tras nada menos que 30 años de trabajo. Un año antes el Guggenheim de Nueva York le dedicará una gran retrospectiva comisariada por Carmen Giménez que itinerará por ocho países.
Babelia
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