Bajo el fuego de la tradición
Las mujeres no pueden escapar solas de la ofensiva del Ejército paquistaní - El 'purdah' pastún impide que sean vistas por varones ajenos a la familia
Habib Royan no sabe qué edad tiene. Tampoco le parece relevante. Lo que importa es que ella y su familia han logrado escapar con vida de Buner, un hermoso valle del noroeste de Pakistán convertido en campo de batalla entre Ejército y talibanes. "Echo de menos mi casa", dice aún traumatizada tras dos semanas de bombardeos. La fiereza de los combates les han obligado a descender hasta las llanuras agostadas del vecino distrito de Swabi, un poco más al sur.
Ella, su madre y sus hermanos sufrieron algo más que cañonazos, fueron, como otras muchas mujeres, víctimas colaterales del purdah, tradición pastún que impide que las mujeres sean vistas por hombres ajenos a la familia. "Mi padre trabaja en Dubai y no había ningún hombre para sacarnos", explica Habib Royan. Permanecieron encerradas en su hogar sin apenas comida.
De los 700.000 desplazados sólo 90.000 han acudido a los campamentos Las agencias de la ONU aprovechan la oportunidad para educar a las madres
La ofensiva militar ha arrancado a muchas mujeres de sus casas abriéndoles una ventana al mundo, pero se trata de un espejismo, porque con ellas viaja el purdah. Han cambiado el estricto confinamiento tras los muros del hogar por el encierro en tiendas de campaña castigadas por temperaturas de 40 grados centígrados. Son los niños los que acuden a buscar agua y comida. Igual que en sus aldeas.
Como en las regiones fronterizas con Afganistán, la población de estos distritos de la Provincia de la Frontera Noroccidental (NWFP) es mayoritariamente pastún. A pesar de encontrarse a apenas cien kilómetros de Islamabad, la moderna capital paquistaní, mantiene la estructura social de la tribu y unos valores que a ojos occidentales resultan más propios del medievo.
Habib Royan, a quien las asistentes sociales calculan 12 años, ha podido regresar al colegio en el campamento de desplazados internos de Yar Hussain, en Swabi. Al ser la mayor de la prole, tuvo que dejar las clases hace un año. "Mi madre dijo que tenía que ocuparme de mis cinco hermanos", explica mientras mordisquea un lapicero. Ahora acude a la escuela primaria que Unicef ha abierto en el campamento: 10 tiendas de lona donde estudian 158 niñas y 144 niños entusiasmados con sus carteras y libros nuevos. Aunque los medios son escasos (no hay sillas ni pizarras), las clases devuelven una cierta rutina a sus vidas. Mientras repiten la lección a coro olvidan un poco lo que han dejado atrás: explosiones, vuelos rasantes de aviones, vehículos en llamas... Cuando se pregunta a la niña por sus esperanzas, responde: "Haré lo que diga mi padre".
El padre primero y el marido después. Shazia, casada en la pubertad y con cinco hijos entre uno y 10 años, necesita pedir permiso a su esposo para hablar con la periodista. A pesar de no haber pisado una escuela, demuestra ser una mujer articulada. "En Shalvane, teníamos una vida confortable. Mi marido había alquilado un molino y molía el trigo para los vecinos; yo cuidaba dos vacas y vendía la leche. Lo hemos perdido todo", afirma.
"No éramos ricos, pero comíamos mejor que el rancho que nos dan aquí", dice mientras uno de sus hijos muestra una olla con un potaje en el que flotan unas patatas. "Los niños se niegan a comerlo", afirma. Claro que al menos han dejado de llorar. "Empezaban a berrear nada más que veían aparecer un avión en el cielo", recuerda. Aun así tardaron dos semanas en irse. "Nadie quiere dejar su casa. Cada día pensábamos que los combates se acabarían al día siguiente". Aprovecharon el primer alto el fuego para huir.
Shazia y su familia comparten una tienda de unos cuatro por cinco metros, en medio de un baldío a las afueras de Swabi, la capital del distrito del mismo nombre. Aunque esta llanura es contigua de Buner, su geografía y su clima no pueden ser más distintos. A las 10 de la mañana, el sol abrasa las lonas y apenas hay árboles bajo los que buscar protección. Acostumbrados al clima más benigno de su valle, la gente de Buner se asfixia. Como quienes han huido de Swat y del Bajo Dir. En total, 700.000 personas, de las que apenas 90.000 han acudido a los campamentos, en parte para preservar el purdah de sus mujeres.
Las agencias de la ONU que tratan de mitigar el calvario de los desplazados quieren usar la oportunidad para educar a estas madres, en su mayoría analfabetas. "Por duro que resulte, la situación nos permite acceder a mujeres que de otra forma no tienen ningún contacto con el mundo exterior", señala Antonia Paradela, la portavoz de Unicef.
Bajo una de las lonas, varias asesoras de una ONG imparten una clase de higiene básica sobre la importancia de lavarse las manos o no defecar al aire libre. "Son consejos elementales, pero clave para evitar las diarreas que ahora mismo serían una catástrofe", explica Shandana Aurangzeb, una de las trabajadoras sociales de Unicef en la Provincia de la Frontera Noroccidental. Otro grupo de mujeres cubiertas con chales de motivos geométricos típicos de Swabi van de tienda en tienda vacunando a los niños contra el sarampión y la polio.
"Como a ellas no les está permitido salir, tenemos que recurrir a esta especie de visitas domiciliarias para concienciarles de la importancia de las vacunas o de que amamanten a sus hijos hasta los seis meses", resume Aurangzeb, infatigable en sus esfuerzos por crear lazos con unas mujeres que rara vez en sus vidas han hablado con una extraña. Después de varias conversaciones que acaban en lágrimas, esta trabajadora social, especializada en la comunicación para el cambio de comportamiento, llega a la conclusión de que las desplazadas necesitan apoyo psicológico. "Hay que organizar sesiones de duelo para que puedan expresar sus sentimientos y superar el trauma", dice.
Los hombres, reunidos a la entrada del campamento, charlan entre sí y con los funcionarios y voluntarios que lo han puesto en pie. Sus mujeres carecen de esa vía de desahogo y encima tienen que ocuparse de montones de niños demasiado pequeños para entender la situación. Las asesoras de los chales geométricos son una esperanza, pero Aurangzeb y Paradela saben que tienen poco tiempo. "Me gusta la escuela, pero cuando regresemos a Sura no creo que me dejen volver a clase", les recuerda Habib Royan.
Matrimonios en la pubertad
Shazia se enteró de la llegada de los talibanes a Shalvane porque se instalaron en los edificios de la escuela pública a la que acudían su hija e hijo mayores. Desde su llegada se acabaron las clases. Como la mayoría de las mujeres de esa y otras aldeas de Buner, Dir o Swat, nunca llegó a verlos porque los códigos de honor de las familias no permiten que sus hijas salgan de casa a partir de la pubertad.
"Se nota en las escuelas", asegura Antonia Paradela, portavoz de Unicef. "Hasta tercero o cuarto de Primaria hay casi tantas niñas como niños; en las clases de quinto, apenas quedan tres o cuatro". Lo más grave no es que las encierren en casa. "Cuando les preguntas por sus compañeras, a menudo te responden que se han casado", explica horrorizada.
El problema no es exclusivo de las zonas pastunes del noroeste de Pakistán. Aunque en distinta proporción también sucede en el resto del país. Entre los 15 y los 19 años, una de cada seis paquistaníes ya ha contraído matrimonio, según datos de 2007.
La obsesión con la virginidad, la impunidad de los violadores y la dificultad para alimentar a familias con siete hijos de media hace que en los sectores más pobres, al igual que en los más conservadores, se favorezcan las bodas tempranas. A pesar del alto precio de la dote que el padre de la chica tiene que pagar al novio, muchos respiran tranquilos cuando la ven salir de casa.
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