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Columna
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Nacionalismo confuso

En términos comparativos al nacionalismo gallego no le ha ido bien desde la Transición. Cuando el PNV tomó el poder, treinta años atrás, Euskadi era un desierto industrial con tasas de paro altísimas. La crisis del naval y de la siderurgia habían dejado tras de sí un país desestructurado en el que la violencia de ETA encontraba su mejor caldo de cultivo. Los nacionalistas vascos, sin embargo, se portaron como lo que son: un ejército de hormigas en el que abundan los ejecutivos y empresarios. Armados con un importante know-how levantaron muy rápido un nuevo tejido industrial. Al tiempo, el euskera, que apenas sí era hablado por un 15% de la población, se ha ido acercando, poco a poco, al 40%.

En Galicia esta corriente política no ha sabido establecer un proyecto económico y social claro

En ese mismo período CiU no sólo ha gobernado Cataluña. Su vocación ha sido siempre -como lo fue en el pasado la de la Lliga- colaborar en la modernización y europeización de España, lo que en su vocabulario se interpreta siempre en el sentido de hacerla federal. Si el PNV tiene una impronta social-católica que hace de él un partido de tintes comunitarios, CiU se ha conformado a sí misma como una coalición defensora de los intereses del entramado empresarial catalán, de su peso industrial, de su desarrollo tecnológico y de la expansión de una sociedad civil que, en su imaginario, es la que defiende a Cataluña frente al Estado. No hay ni que decir que las políticas de inmersión lingüística, ampliamente compartidas, han favorecido una cierta expansión del número de catalanohablantes incluso en las condiciones de la tercera oleada de inmigrantes, ahora procedentes en gran número del Magreb.

Es cierto que el nacionalismo era ya muy influyente a la hora de la muerte de Franco en las dos sociedades. Pero tampoco hay duda de que han sabido gobernar con cierta inteligencia sus países en una época de fenomenales transformaciones. Tanto PNV como CiU han desarrollado proyectos consistentes más allá de sus zonas de sombra, que también las ha habido. Han hecho un gran esfuerzo para intentar expresar la mentalidad media de sus ciudadanos y, en el momento en que Aznar pretendió tensar la cuerda de la renacionalización del Estado, las dos sociedades reaccionaron de un modo muy activo y refractario a esa pretensión.

En el nacionalismo gallego, sin embargo, ha reinado siempre la confusión. No sólo Ramón Piñeiro era "culturalista". Si esa corriente política expresa una opción de modernización de Galicia es claro que no ha sabido establecer un proyecto claro, económico y social, que apelase a la conciencia mayoritaria del país y que ese vacío ha sido disimulado por una sobreexposición a lo cultural. Eso ha determinado su irrelevancia a la hora de gobernar, su ineficacia a la hora de apoyar la economía productiva o, en última instancia, de revertir la pérdida de gallegohablantes. Galicia ni ha generado una estrategia propia ante la globalización, ni tiene peso político más allá de lo circunstancial y adjetivo. No es sólo responsabilidad de los nacionalistas, pero también ellos han colaborado a que esto sea así, aunque sólo sea por omisión.

Tal vez el gran fracaso ha sido Coalición Galega. Si el nacionalismo pudiese desdoblarse en los años ochenta en un centro político y una izquierda razonable tal vez las cosas habrían ido de otro modo. Pero el tiempo ha pasado, y lo que parecía posible en aquel tiempo ya no parece serlo ahora. El éxito de Núñez Feijóo muestra que una parte de las clases medias parecen haber sucumbido a la visión del mundo que se prodiga generosamente desde las atalayas de la derecha madrileña. Se trata de gentes para las que no cabe ni preguntarse cómo podría dársele viabilidad al país. Al mismo tiempo, después de su fracaso, el BNG busca, una vez más, el Grial que lo lleve a la tierra de promisión. No es lógico en un partido que cuenta ya con casi cuarenta años.

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Ellos, más que nadie, deberían conformar una clase política altamente especializada, con ideas muy claras sobre a qué sectores sociales quieren dirigirse, con qué tipo de propuestas y con qué estrategia. No quiero decir que socialistas y populares no hayan de tenerlas, pero no parece natural que una organización cuya principal razón de ser es Galicia nade frecuentemente en un mar de vaguedades sobre el desarrollo industrial y tecnológico, el papel de las instituciones financieras, la pesca, la Cidade da Cultura, el turismo, y todos los ejes centrales del país.

Que esto sea así, que el nacionalismo tenga que sentarse una vez más en el diván para decidir quién es y a qué tipo de modelo social quiere apuntar, habla por sí mismo de su confusión, de lo mucho que ha desaprovechado el tiempo y de lo mucho que debe transformarse a sí mismo si de verdad quiere tener algo sólido que decirle a la sociedad gallega y si quiere ser una opción de gobierno en la que puedan confiar los ciudadanos, incluso más allá de su afinidad ideológica.

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