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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Vieja nueva ola

Manuel Rodríguez Rivero

Me viene al pelo una viñeta de Jack Ziegler publicada recientemente en The New Yorker. Dos tipos de mediada edad conversan sentados frente a sendos martinis en la barra de un bar de copas. Uno dice: "Cuanto mayor me hago, más rápido parece pasar el tiempo: debe de ser otro efecto secundario del calentamiento global". Yo siento algo parecido. Quiero decir que a veces me tienta creer que de todo lo importante hace no ya veinte años -como creía Gil de Biedma cuando volvía atrás su mirada-, sino muchos más. Lo he vuelto a sentir estos días de mayo, conmemorando a mi manera el estreno, hace cincuenta años, de Los cuatrocientos golpes, la película de Truffaut que los críticos consideran el disparo de salida de la Nouvelle Vague.

Algunos jóvenes realizadores se lanzaron a las calles con el único fin de dar cuenta de lo que Bazin llamaba "el esplendor de lo real"

Es difícil que los jóvenes cinéfilos puedan hacerse hoy una idea cabal de la profunda revolución llevada a cabo por aquel puñado de jóvenes realizadores -inicialmente Truffaut, Godard, Chabrol, Rohmer, Rivette, Kast- que se habían formado en la crítica militante (la de Cahiers du Cinéma) y en la dirección de cortos de baja financiación. Auténticas ratas de filmoteca (en la Cinémathèque del inolvidable Henry Langlois) y discípulos de André Bazin, que les había convencido de que el cine constituía el instrumento perfecto para revelar la realidad ontológica del mundo, aquellos jóvenes directores cambiaron estrepitosamente el modo de concebirlo, seguros de que, si las historias eran importantes, los modos de contarlas lo eran tanto más. Armados de cámaras ligeras (la famosa Éclair de 16 mm) con sonido incorporado, y huyendo ostensiblemente del rodaje en los estudios tan caro a sus mayores, se lanzaron a las calles con el único propósito de dar cuenta de lo que Bazin llamaba "el esplendor de lo real".

Y vaya si lo lograron. Estas últimas noches me he regalado unas sesiones caseras de cine-club en las que he revisitado dos películas que resumen la sensibilidad, los objetivos y el modo de hacer de aquella generación de cineastas: la ya citada Los cuatrocientos golpes (1959) y Al final de la escapada (1960), de Jean-Luc Godard. Desde la mirada final de Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) a la cámara interpelando al espectador (lo que se llamó regard-caméra), a los enamorados travellings (realizados con la ayuda de una silla de ruedas) de la pareja Seberg-Belmondo por los Champs Elysées, todo nos habla de sinceridad y ruptura. Sinceridad porque, más allá de la retórica de lo que llamaban el "cine de papá" y los denostados films-qualité, aquellos "jóvenes turcos", consiguieron articular cinematográficamente la realidad de acuerdo con sus propios ritmos generacionales: espontaneidad, irreverencia lingüística, puesta en escena y montajes audaces y elípticos, producción al margen de los sistemas tradicionales, creación de un anti-star-system acorde con los bajos presupuestos y la libertad del actor. Y ruptura no como fin en sí misma, sino como medio de hacer sentir al espectador que estaba en presencia de algo radicalmente nuevo que, sin embargo, hundía sus raíces en una muy asimilada tradición cinematográfica de medio siglo.

Aquellos cineastas que concebían su oficio como una moderna forma de escritura y la cámara como una pluma estilográfica (aunque rechazaban los guiones cerrados y prolijos) fueron también responsables de un cambio de actitud hacia el cine que anulaba las fronteras entre película-espectáculo y película-arte, entre la "baja" y la "alta" cultura cinematográfica. Más allá de sus excesos, la política de autor que preconizaban convertía al realizador en el auténtico creador y responsable de la película, tanto si había trabajado bajo la disciplina de los estudios (Hitchcock, Ford, Fuller, Ray) como si era un artista "independiente" (Rossellini, Welles, Bresson). Los muchachos de la Nouvelle Vague intentaron un cine nuevo y atento a la realidad del mundo a mediados del siglo XX. Cincuenta años después, sus mejores películas siguen rezumando frescura. Y verdad.

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