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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Pirineos de papel

Manuel Rodríguez Rivero

Me tranquilicé al comprobar que ni nuestros royals ni le couple présidentiel lucían mascarillas antigripales en el posado de la Zarzuela: lo contrario hubiera causado una impresión devastadora. Ya antes todo revelaba que las relaciones entre los dos países habían recuperado una cordialidad que no se conocía desde los Pactos de Familia. Claro que ahora los socios lo tienen más fácil: ya no actúa la Inquisición (al menos, oficialmente), ni existe el peligro de contagio de la Revolución (eso es todavía más seguro), dos de los fantasmas que han alimentado los recelos de una parte sustancial de las respectivas opiniones públicas. Tampoco disputan ya en torno a sus ensueños coloniales norteafricanos, quedan pocos afrancesados (bueno, quizás mi admirado Fernando Savater lo sea todavía un poco, pero bien), y la población de bonnes españolas en París está muy lejos de las 40.000 que allí "servían" en el tardofranquismo. Han desaparecido Carlos V y Francisco I, y también Bonaparte (que intervino aquí) y Blum (que -ay- no lo hizo), y hace tiempo que Fernando VII y Franco murieron en la cama y regresaron los exiliados. No se publica Ruedo ibérico ni canta Luis Mariano, Aznar y Chirac están (bastante) amortizados, y hasta el hispanismo francés se ha despojado de sus rasgos más irritantes (nada que ver, desde luego, con el maestro Bataillon), y ya no pretende descubrirnos a nosotros mismos. En fin: que a este lado de la cordillera, y desde que el hijo de un (pequeño) noble húngaro ha convertido en affaire d'État la cooperación en la lucha contra ETA, un 80% de los españolitos -frente a un 46% en 1999- declara tener una buena imagen de Francia.

Los españoles ya no resultamos exóticos ni primitivos, y los franceses no son el demonio que agobiaba a un Floridablanca

Si, a pesar de lo que afirmaba Sancho (Quijote, II, XXXIII), nunca ha sido cierto que "tan buen pan hacen aquí como en Francia" (basta desayunar una crujiente tartine para comprobarlo), la verdad es que ellos se han mostrado siempre más atentos a nuestra cultura (incluso a la gastronómica) que nosotros a la suya. Y conste que pertenezco a una generación que tenía el francés como segunda lengua (obligatoire) y que a la altura de 5º de bachillerato debía saberse, por ejemplo, el argumento de la obra cumbre de François de Salignac de La Mothe, más conocido como Fénelon. Pero lo cierto es que jamás existió entre nosotros -vecinos acomplejados y pobres desde el siglo XVIII- un flujo de interés hacia lo francés comparable al del hispanismo galo por nuestras cosas.

Un interesante libro colectivo (coordinado por Mercè Boixareu y Robin Lefere), que acaba de publicar Castalia con el título de La historia de Francia en la literatura española, y el significativo subtítulo de Amenaza o modelo, se ocupa precisamente de las representaciones de lo francés en nuestra literatura, desde el Cid a Vila-Matas. Y resulta curioso comparar esa visión histórico-literaria de nuestros vecinos con su recíproca: los mismos coordinadores publicaron hace algunos años La historia de España en la literatura francesa, que subtitularon Una fascinación. Naturalmente, ambas literaturas reflejan los estereotipos sobre los que se han establecido nuestras relaciones, pero también su origen y los cambios que han experimentado. Y también sus fracturas: la derecha y la izquierda políticas de ambos países han nutrido tópicos contradictorios, de lo que también han dado cuenta sus creaciones. Ahora ya no resultamos exóticos ni primitivos, y ellos no son el demonio volteriano que agobiaba a un Floridablanca obsesionado por el contagio revolucionario. Está claro que ni la ruda Piel de Toro, ni el cartesiano Hexagone son ya lo que eran. Y lo que hubo y hay entre nosotros puede calibrarse con mucha más calma acudiendo simplemente a las librerías francesas y españolas con una lista de nuestras recíprocas carencias bibliográficas. Los dos libros citados nos ayudarán a rastrearlas.

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