Una declaración de amor
La primavera propicia los estados depresivos. También fomenta el enamoramiento. Ignoro si existe una relación directa entre ambos fenómenos, aunque intuyo que sí.
Hace 22 primaveras, el 31 de marzo de 1987, un senyor de Barcelona llamado Ramón Cabau hizo una declaración de amor extraordinaria y terrible.
Ramón Cabau, nacido en 1924, era licenciado en Derecho y Farmacia. También era perito agrónomo. Obtuvo su primer empleo en una farmacia de la calle de Gignàs, en la zona más céntrica y antigua de la ciudad, y al poco tiempo conoció a una de las hijas de Agustí Agut, uno de los patriarcas de la restauración barcelonesa. La pareja contrajo matrimonio y Cabau se integró en el clan Agut, lo que suponía trabajar en el restaurante del mismo nombre.
Ramón Cabau fue tan famoso como su restau- rante, Agut d'Avinyó, un templo gastronómico en los setenta
El farmacéutico no tardó en independizarse. Quizá en un desafío al suegro, abrió su propio restaurante muy cerca del establecimiento familiar. No hubo ruptura: el nuevo local, situado en la calle de la Trinitat, esquina Avinyó (la calle cuyas prostitutas inspiraron el famoso cuadro de Picasso), se llamó Agut d'Avinyó. A finales de los sesenta había adquirido ya un notable prestigio, y en los setenta se convirtió en un templo gastronómico.
Cabau fue tan famoso como su restaurante, o más. Su bigote imposible, su pajarita, sus chaquetas ajustadas y su enorme simpatía le convirtieron en una celebridad de La Boquería, el mercado al que acudía diariamente a hacer la compra.
La Boquería, creada como Mercado de Sant Josep, se asentaba en una antiquísima zona comercial. Cuando Barcelona aún tenía murallas, los payeses solían acudir a la Rambla, el torrente que discurría extramuros, para ofrecer sus productos. En 1842, gracias a la desamortización de fincas eclesiásticas, la ciudad estableció allí mismo, frente a la Barcelona vieja y en el ingreso del Raval, también llamado Barrio Chino, una estructura cubierta para los tenderetes o paradas de los vendedores. La Boquería, un pequeño universo de color y aromas, es uno de los lugares más fascinantes y genuinos de Europa.
Ramón Cabau era el rey de ese pequeño universo. En su restaurante se experimentaba con la nueva cocina (la burguesía pudiente y la gauche divine, es decir, padres e hijos de una misma clase social, trasegaba platos como las judías con caviar) y se practicaba una estricta devoción al producto de calidad y de temporada; Cabau, sin embargo, disfrutaba especialmente de su ceremonia cotidiana en La Boquería. No se limitaba a comprar: sugería ideas, proponía mejoras, animaba a los vendedores a incorporar tal o cual producto en su oferta. Fue Cabau quien convenció a Llorenç Patràs, que criaba pollos cerca de Montserrat, para que abriera una parada de setas en el mercado barcelonés. Patràs, hoy, es una institución.
En 1984, Cabau dejó el restaurante. Pero siguió acudiendo a La Boquería, convertido en proveedor: vendía las verduras de calidad que cultivaba en su finca de Canet, al norte de Barcelona.
El 31 de marzo de 1987, como cada mañana, Ramón Cabau apareció en La Boquería. Parecía bajo de ánimo, algo no demasiado inhabitual últimamente. Entregó una flor a cada uno de sus amigos del mercado, charló con varios de ellos, dio una última vuelta de honor. Poco después de las nueve, pidió un vaso de agua. Con el agua ingirió una píldora de cianuro. Murió allí mismo.
Ignoro cuál fue la tragedia íntima de Ramón Cabau y no me adentraré en ese territorio doloroso, reservado a la familia y a los amigos. Lo que me interesa es la declaración de amor. Cabau eligió morir en La Boquería y quiso hacerlo temprano, cuando el mercado hierve de actividad: el lugar y la hora de sus momentos más esplendorosos. Se despidió con flores, no con reproches. Regaló una última sonrisa. Y dijo adiós.
Uno de los callejones que desde la Rambla se adentran en La Boquería lleva el nombre de Ramón Cabau. Qué menos. No creo que exista en el mundo un mercado que haya merecido una declaración de amor tan auténtica y desesperada.
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