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Tribuna:La ciudad trasnocha con las letras
Tribuna
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Todas las fiestas de ayer

He matado a alguien. No un crimen que anuda la garganta; más sencillo. Cruzan esta historia una estación, un ordenador, teléfonos móviles. Quizá sumen algo al final, o no. Minutos antes de la hora prevista, el miércoles por la noche, mi tren alcanza Atocha; el taxi ridiculiza el adjetivo veloz, y a las doce y poco abro la maleta, enciendo el ordenador. Recuerdo una anécdota escuchada esa tarde: un amigo toma algo en un bar mientras, entre las mesas, el hijo de otro cliente grita, patalea, molesta. El padre se deleita en el café, y mi amigo confía a su acompañante: en vez de bailar entre nosotros, que se distraiga con un libro. Él no viste gabardina, ella no es rubia y -grito al cielo- responde: los niños en la calle, jugando, y no leyendo, tristes y solos. Mi amigo sobrevivió; también el niño. Pronto para sospechar.

Mi tren alcanza Atocha; mi taxi ridiculiza el adjetivo 'veloz'

Bienvenida de mi cuenta de correo: una entrevista, amigos preguntando por mi noche del jueves, ¿felicitaciones? Reviso, recuerdo: el calendario marca, desde hace media hora, 23 de abril. Me despido de los amigos de Barcelona hasta el viernes por la mañana, y cuento con que los de Madrid me rechacen porque espera una lectura a las seis, una firma a las ocho, y a las diez vuelta a casa y rezos para evitar un secuestro con liberación en un espectáculo de spoken word. Ya antes de dormir homenajeo al Día del Libro: finiquito las últimas páginas de una novela loca y deliciosa, Las primas, de Aurora Venturini. Me dan las tantas.

Los asesinos más perversos se regodean en el aburrimiento. Yo omito el desayuno, me enfrento al archivo que dormita en el escritorio del portátil, reviso una escena que me sacude los nervios. Planteo alternativas, reescribo, envío el último párrafo al comienzo, deshago los cambios. Adiós, mañana. Hablo con mi madre, telefonea mi novio, me acerco al banco, almuerzo. Cruzo mensajes de móvil con una amiga también vecina, por si coincidimos hoy. Y, entonces, caigo en la cuenta: olvidaba que he asesinado a alguien.

Actúo con naturalidad. Repaso el programa de La Noche de los Libros, por si me uno a alguna sugerencia, y así escapo. Quiero estar a las siete y a las siete y media y a las ocho y treinta y sesenta minutos después en un sitio o en otro en nueve o diez sedes diferentes a la vez; me apetece disfrutar amigos que intervienen, y a admirados que intervienen, a los madrileños que preparan algo distinto, a los foráneos. La función aleatoria del reproductor de música selecciona All tomorrow's parties, de la Velvet. Qué gracia. El bolígrafo dibuja cruces junto a los actos que me interesan. Doce, trece. Me detengo: o todos, o ninguno. Me agobio. Se me acumulan las culpas.

Punto y aparte, pantuflas por zapatos: he escogido a Tomás Segovia, un lujo, en la Residencia de Estudiantes. Nada más terminar me esconderé por si me buscan, y comenzará mi noche de los libros: ya en soledad escogeré dos o tres volúmenes aún pendientes, el Diccionario del dandi, los poemas de Javier Codesal, algunos cuentos de Felisberto Hernández. Picaré por sus páginas. Ah, sí. He acabado con alguien. Salvo este minúsculo detalle, ayer se comportó como otro jueves: trabajo por la mañana y por la tarde, ocio por la noche, lectura hasta que los ojos aguanten. ¿Lo más reseñable? En novela.doc rematé a uno de mis personajes, un Lázaro que resucita cuando me da por retomar su capítulo. Eso sí, de echar en falta a la cajera del supermercado, al cartero o a sus suegros, culpa mía no es: las manchas de la ropa son de tinta.

Elena Medel es poeta.

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