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Columna
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De libros y 'graffitómanos'

Jordi Soler

Según los datos de la Entidad Metropolitana del Transporte, los graffiti o pintadas en los vagones del metro de Barcelona han aumentado el 94% en los últimos dos años. Cualquier cosa que crezca de esa manera merece una reflexión. Al margen del tamaño y de la calidad que tengan los graffiti o las pintadas del metro, el dato que revela la Entidad quiere decir que los grafómanos en Barcelona crecen exponencialmente, aunque quizá el término correcto sea graffitómanos, puesto que aquello que se pinta en la pared, de manera clandestina, a veces se escribe, otras se dibuja y algunas más es la combinación de dibujo y escritura.

Alberto Fernández, el dirigente del partido popular, exigió hace unos días "tolerancia cero" para los graffitómanos de Barcelona, la exigencia clásica de un hombre conservador que, sin más, sepultaría el problema, pero también nos dejaría sin la posibilidad de conocer la pulsión que dispara la graffitomanía en esa verdadera multitud de Barceloneses; en lugar de la "tolerancia cero" podríamos optar, por ejemplo, por la tolerancia doce, dejar el 12% de libertad a los graffitómanos en lo que averiguamos las razones de este curioso boom. Quien pide tolerancia cero mirará el caso como puro gamberrismo, pero más allá de este juicio simple tendríamos que hurgar un poco en el fenómeno y, sobre todo, buscar la forma de aprovechar, de manera cívica, esa enorme energía creciente de los graffitómanos de Barcelona.

La memoria espacial que produce el libro de papel es uno de los argumentos sólidos contra el libro electrónico

Pero en la víspera de Sant Jordi, más que de la escritura en la pared hay que hablar del libro. Antoine Compagnon, ese catedrático belga que enseña Historia de la Literatura en las universidades más prestigiosas del mundo, reflexiona con frecuencia sobre la lectura y el futuro del libro electrónico, frente al libro de papel. Compagnon dice que la lectura en pantalla funciona para cierto tipo de textos, pero que para una lectura larga, "de Proust o Hegel", no hay como el libro de papel: "conviene tener en cuenta que un libro impreso responde a una memoria espacial y a un paisaje. En realidad, un libro implica, de algún modo, un paisaje, un territorio por explorar. En ese sentido, una pantalla no permite una representación espacial del texto"; dijo hace unas semanas, en una conferencia en Madrid. La memoria espacial que produce el libro de papel es, en efecto, uno de los argumentos sólidos contra el libro electrónico; aunque, desde luego, siempre puede argumentarse esa insoslayable maravilla de traer 150 libros, listos para leerse, en un libro electrónico que no excede el tamaño de una libreta. Yo no soy ni detractor ni forofo de este nuevo artilugio, me parece que se trata de un complemento de los libros tradicionales y que con él podemos despachar, sin echar de menos la memoria espacial, cierto tipo de libros, porque también es verdad que tanta memoria espacial, apilada en estanterías, puede hundirte la casa. Con el libro electrónico pasará algo similar a lo que sucedió con los conciertos en directo cuando aparecieron los discos con esa misma música grabada; o lo que pasó con el cine frente a la televisión y, años después, frente al vídeo y el DVD; con el tiempo quedará claro que se trata de experiencias de lectura distintas y complementarias: Madame Bovary y Las ilusiones perdidas se leerán siempre en libro de papel, igual que Tarkovski debe verse en una sala de cine porque, como bien dice Jean Luc Godard, ver películas en la televisión equivale a ver la litografía de un cuadro original.

La idea de la memoria espacial que explicó hace unos días Antoine Compagnon en Madrid me recordó inmediatamente esa película extraordinaria del cineasta danés Carl Theodor Dreyer que se titula La palabra, "Ordet" en su lengua original; el final de esta obra maestra es el velatorio de una mujer, cuyo cuerpo está expuesto dentro de un ataúd, en una habitación donde reina el color blanco. Se trata de una película de 1955 en riguroso blanco y negro. Parientes y amigos van entrando a despedirse de la difunta y al final, cuando hay que llevársela para darle sepultura, el marido, que ya es técnicamente el viudo, se acerca a ella, la toca con ansiedad, llora desconsolado y un viejo que lo mira, que si no recuerdo mal es su padre, le dice: déjala, ya no está aquí, lo único que queda es su cuerpo; y él le responde: sí, ya lo sé, pero de su cuerpo también estoy enamorado. No quiero decir, por supuesto, que el amor que siente usted por su mujer sea comparable al que experimenta cuando está cerca de su Guerra y Paz, pero algo tiene de puro espíritu la lectura de una obra en un libro electrónico, le falta el cuerpo, la materia alrededor de la cual se espuma la memoria espacial. El poeta Jaime Gil de Biedma enfrentaba así el asunto de la carne y el espíritu, cuando escribía sobre el amor; lo explicaba con estas líneas que, en la víspera de Sant Jordi, no podrían ser más oportunas: "Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen".

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