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Zapatero se adentra en aguas inexploradas

Antón Costas

¿Por qué se ha ido Pedro Solbes? ¿Por qué el presidente Zapatero ha optado por sustituirle por una persona con perfil de gestora en vez de alguien de reconocido prestigio en el mundo de la economía? ¿Qué pretende con este cambio? Muchos analistas y ciudadanos se han hecho preguntas de este estilo tratando de adivinar sus motivaciones e intenciones.

Una de las que más me han interesado es la de Josep Ramoneda en su columna del pasado domingo en este diario, titulada Un ritual expiatorio. Para él "la causa de la reforma es la crisis económica". Ese hecho le lleva a la conclusión de que "estamos, por tanto, ante un rito de expiación de los pecados del presidente, que se resumen en uno: no interpretar la crisis correctamente". No le quedan dudas de que "Solbes es el que asume el papel de chivo expiatorio". Lo que le sorprende es que el presidente se incline por "una gestora discreta antes que por una persona reconocida en el mundo de la economía".

Para Zapatero son más adecuados los gestores que los economistas y políticos dominados por la ortodoxia

Estoy de acuerdo en la causa económica de la crisis del Gobierno, así como en los errores de diagnóstico del presidente. Su negación de la crisis quizá acabe siendo conocida en la historia de la política económica como el "error Zapatero".

Pero la salida de Pedro Solbes y la composición del nuevo Gobierno es quizá un síntoma de algo más que la expiación de los errores del presidente.

Para entenderlo déjenme referirme a alguno de los efectos que esta crisis va a tener sobre la forma de gestionar la economía.

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Durante las tres últimas décadas del siglo pasado el enemigo público número uno de la economía fue la inflación. Ese enemigo surgió de la prodigalidad con que, apoyándose en una mal comprendida y peor aplicada "política keynesiana", los gobiernos manejaron durante ese tiempo el gasto público y la política monetaria para hacer frente a la recesión producida por la crisis energética y económica de la década de 1970. Pero, como recordarán los de mayor edad, el resultado fue peor que la enfermedad: la "estanflación", es decir, un estancamiento con fuerte inflación.

La teoría que mayor éxito tuvo en explicar la inflación fue la que señaló que los mercados tienen información adecuada sobre las políticas "discrecionales" y que neutralizan sus efectos sobre el crecimiento actuando de forma racional, al anticipar los futuros efectos inflacionistas de esas políticas.

El enfoque de "expectativas racionales" tuvo gran influencia. Su recomendación principal para las políticas fue someter a los gobiernos a "reglas" de comportamiento que eliminasen su discrecionalidad. Algo así como imitar la "regla de San Benito" de austeridad y virtud frente al despilfarro de la antigua Roma. La vara de medir la bondad de esas políticas fueron los mercados financieros desregulados, que castigarían con altos tipos de interés a los gobiernos pródigos, premiando a los virtuosos.

La independencia de los Bancos Centrales fue construida sobre esa necesidad de reglas monetarias rígidas para controlar la inflación. Y las "reglas" de Maastricht fueron el paradigma para someter las políticas de gasto a la virtud de la continencia.

La mezcla entre reglas para las políticas y desregulación para los mercados pareció funcionar bien durante una década. Pero la crisis de 2008 la ha hecho saltar por los aires. Y lo que es más importante, ha dejado al descubierto la enorme corrupción y mala fe que esa combinación alimentó en los mercados financieros y en la gestión de algunas grandes compañías.

El resultado está a la vista. Una crisis financiera de proporciones épicas. Una desconfianza ciudadana generalizada en los mercados que, cual epidemia, amenaza con convertir la crisis financiera en una depresión económica profunda y duradera. La inflación, por tanto, ha dejado de ser el enemigo público. Su lugar lo ha ocupado la deflación.

En esta nueva realidad económica, la virtud de la continencia en el gasto se ha transformado en grave pecado de omisión. Lo que ahora se necesita es una nueva mezcla: discrecionalidad para las políticas y reglas para los mercados.

Algunos santuarios de la anterior ortodoxia no han dudado en adecuarse a la nueva realidad. En este sentido, sorprende la rapidez con la que el Fondo Monetario Internacional defiende ahora la necesidad de políticas fiscales más "activas" que las que están aplicando los gobiernos.

Pero algunos defensores de la vieja ortodoxia, sorprendidos y desconcertados, no lo ven claro y no están dispuestos a traicionarse a sí mismos y a sus creencias. Quizás Solbes sea uno de ellos.

Como ministro del último Gobierno de Felipe González, Solbes se aplicó con celo y eficacia a introducir reglas de comportamiento en el gasto público. Posteriormente, como comisario de Economía de la UE le tocó aplicar y vigilar las reglas de Maastricht.

Ahora se va por propia voluntad. Lo venía proclamando con sus palabras y su actitud en los últimos meses. Ha sido un ferviente defensor de una forma de manejar la política pública mediante "reglas virtuosas". Pero estas reglas han sido dinamitadas por la crisis. Y él probablemente no se ve con ganas de traicionar su trayectoria y sus credenciales. En su despedida hay que reconocer que debemos mucho a su tesón y eficacia.

¿Y el presidente Zapatero, hacia dónde se dirige? A finales del año pasado Financial Times titulaba en portada el dilema al que se enfrentan ahora los dirigentes políticos: Policymakers move into uncharted waters. Creo que Zapatero ha decido adentrarse en esas aguas inexploradas. Y para ese viaje ha considerado más adecuados a los políticos y gestores que a los economistas dominados por la ortodoxia. El tiempo dirá si ha acertado.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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