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Columna
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Crítica de valor

A los nuevos gobiernos se les suele conceder un respiro al comienzo de su andadura, una forma de tregua crítica de unos pocos meses que puede entenderse como voto de confianza o signo de cortesía democrática. Yo lo veo mayormente como una expresión de respeto por el sentido mismo de la crítica: se espera para poder fundamentarla en hechos y datos concretos y no sólo en suposiciones o impresiones más o menos emocionadas. En Euskadi, el Gobierno del cambio no ha empezado aún a empezar y ya se oyen alarmas, cuestionamientos y/o repudios, críticas al fin que, dado que ese Gobierno aún no existe, resultan "insustanciales" y que expresan una voluntad resumible en "sea como sea, pase lo que pase, hagan lo que hagan, desde esta oposición a ese Ejecutivo ni agua"; voluntad a la que tal vez alguien pueda encontrarle algún recorrido político, pero que desde un punto de vista estrictamente intelectual y ciudadano resulta más bien decepcionante. Sobre todo, porque vivimos tiempos duros que van a prolongarse y que necesitan esa forma de generosidad sociopolítica que consiste en pensar sobre los intereses propios y esa forma de talento colectivo que consiste en aprovechar las energías surjan de donde surjan, y las buenas ideas vengan de quien vengan, por encima de los títulos o los hábitos.

Euskadi no está sobrada de críticas a la gestión pública; yo diría que más bien está a falta. Lo que a mi juicio explica, por ejemplo, que tengamos los transportes que tenemos (y que tantas veces convierten al coche en la única e insostenible opción); que la escuela vaya como va (el consuelo del mal de muchas otras comunidades merece interpretarse según el dicho); que nuestros medios de comunicación públicos sean "incomparables" con los de los países de nuestro entorno de referencia en revisión o réplica de la acción de gobierno, y un largo etcétera de asuntos que necesitan repaso y remedio porque van mal. Porque han sido mal abordados desde el poder y, además, poco contestados desde una sociedad fundamentalmente orientada hacia el tema nacional. En definitiva, porque la cuestión identitaria le ha permitido al gobierno vasco irse, durante años, "de rositas", por la vía de deslocalizar la crítica social, de concentrarla en la irrealidad mientras la dura realidad pasaba a un segundo o irrelevante plano, que no puntuaba para la (des)calificación de la gestión pública. Y el resultado son tantos problemas aún irremediados, tantos asuntos pendientes de solución, que ahora le toca heredar al nuevo Gobierno, lo que no es poca carga añadida a las pesadas cargas del momento.

En este contexto es fundamental resucitar la crítica; la crítica de valor, en su sentido más formado, fundamentado y fértil (criticar debería equivaler a proponer otra visión, otra vía) y más apegado a la responsabilidad colectiva. En decir, en un sentido lo más alejado posible del jaleo apriorístico, de la objeción desargumentada, del ruido político sin nueces.

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