Niños de la guerra
"Madrid ha vuelto a ser de España", titulaba El Norte de Castilla el día 29 de marzo de 1939, hace ahora 70 años. Y luego, en los días siguientes, Cuenca, Guadalajara, Ciudad Real, Albacete, Jaén: "Los invictos soldados de Franco reincorporan a España otras cinco capitales de provincia", hasta que, finalmente, también Valencia sea ocupada, conquistada, reconquistada, reintegrada a España. Liberación significaba en aquel fatídico mes ocupación de una tierra en manos de un invasor extranjero, y retorno a España significaba redención y depuración, visibles en la resacralización de los espacios públicos por medio de ceremonias masivas con las que inmediatamente se celebraba en calles y plazas de las ciudades liberadas la entrada del ejército salvador, a las órdenes del Salvador de España, de nuestro salvador en persona.
Cruzada había sido el nombre con el que la Santa Madre Iglesia -en su papel de Gran Madrastra- había redescrito desde los días de agosto de 1936 la rebelión militar contra la República. Y Cruzada -y también: Cruzada de liberación nacional- fue el nombre que martilleó en los oídos de aquellos chavales, miembros de la generación que Teresa Pàmies bautizó como niños de la guerra, durante los largos años en que la Iglesia católica impuso una memoria de la guerra, el relato de los orígenes del Estado católico gracias a la victoriosa espada de un salvador, enviado por Dios, que reintegró a la sagrada unidad de la patria aquellas capitales de provincia caídas bajo el poder de invasores y traidores. Era un mito de salvación, del combate entre la luz y las tinieblas, el bien y el mal, Dios y Satanás, transmitido a aquellos niños en toda clase de ceremoniales sagrados, con fanfarria de desfiles y procesiones, de cantos y misas de campaña, de duelo por la sangre de los mártires y gozo por la promesa de redención.
Así fue hasta que de la generación de niños de la guerra brotó un grito de protesta y recusación. Los niños se hicieron hombres un día de invierno de 1956 cuando, en lugar de seguir recitando que venían de una cruzada contra el invasor, nombraron aquellos hechos, una y mil veces repetidos en las escuelas y desde los púlpitos, como guerra fratricida de la que sólo se había derivado miseria, odio y destrucción. No habrían sido capaces de contarse así el pasado si no hubieran construido un nuevo sujeto político al que, en alguno de los manifiestos distribuidos aquellos días, identificaron con el nombre de "hijos de los vencedores y de los vencidos", borrando de un plumazo la escisión a la que los vencedores de la guerra y sus sagrados mentores los habían condenado para siempre.
Niños de la guerra, cuando iban mediados los años cincuenta, se reencontraron como hijos de vencedores y de vencidos, protagonistas del acontecimiento fundacional de la generación del medio siglo. Una nueva historia comenzaba con ese descubrimiento, basada en otra memoria, o mejor, en una contramemoria, construida sobre el hartazgo de memoria que provocó en ellos un sentimiento de alienación respecto al pasado de sus padres: generación ajena a la Guerra Civil, la llamó un año después, en 1957, otro manifiesto, salido esta vez de Barcelona. No pretendían reanudar la historia en el punto en que había sido truncada por la rebelión militar. No se trataba de volver a 1931 ni a 1936; no era eso. Era, más bien, dar por clausurado ese pasado con el propósito de construir otro futuro, ajeno por completo al miserable presente que les había tocado en suerte. A ese propósito sirvió la evocación de la guerra, en el vigésimo aniversario de su comienzo, como fratricida y el sentimiento de que nada tenían que ver con ella ni con su legado.
No fue una astucia de cobardes, ni fue tampoco el resultado de una voluntaria amnesia, de un no querer saber. Fue la decisión política y el valor moral de muchos de aquellos niños de la guerra que, sabiéndose hijos de vencedores asumieron la causa de los vencidos, y de quienes viniendo de padres vencidos comenzaron a hablar, entenderse y actuar codo a codo con hijos de vencedores. Fueron, si echamos una mirada a los últimos años cincuenta y a la década de los sesenta, católicos hablando con comunistas, cristianos con marxistas; un episodio único, excepcional, en nuestra historia y nuestra cultura política, que vuelve de nuevo a la memoria en este 1º de abril, cuando se cumplen setenta años de la derrota de la República española y los testigos de aquella generación del medio siglo, a la que debemos mucho más de lo que somos capaces de imaginar, miran hacia atrás sin ira.
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