Esperar a que escampe
Nuestro Gobierno parece partir, en esto de la crisis, de una premisa correcta (nuestra economía no se recuperará si no lo hace la de la Unión Europea en su conjunto) para llegar a una conclusión errónea: que por ello sólo cabe esperar y ver, ocupándose entretanto de minimizar sus efectos (ocupándose de los parados, por ejemplo) o evitar que vaya a mayores interviniendo en apoyo de sectores política o económicamente sensibles como el sector financiero o el del automóvil.
Sin embargo, ante una crisis no sólo es importante el cuándo (cuándo empezará la recuperación) sino el cómo, y el cómo depende mucho del acierto y la voluntad de los dirigentes de cada país y, por supuesto, del mapa político. Por traer a colación un ejemplo que está en la mente de todos en estos tiempos, las estrategias de salida de la crisis en los años treinta del siglo pasado fueron muy distintas en Estados Unidos, en Suecia, en Alemania o en España.
La resignación que parece imperar en el equipo económico del Gobierno empieza a pasarle factura
Y el razonamiento es válido también hoy a pesar de que la pesada retórica sobre la globalización parezca condenar a la irrelevancia las peculiaridades y las políticas locales. De hecho, estos mismos días un ilustre economista norteamericano, Dani Rodrik, acaba de pronunciarse en favor de que la nueva regulación del sistema financiero por la que todo el mundo está clamando, se haga en un marco nacional y no desde las instituciones multilaterales y con un modelo único.
La visión más o menos resignada que parece imperar en nuestro Gobierno, o al menos en su equipo económico, empieza a pasarle factura ante la opinión pública. Y es que la ciudadanía intuye que detrás del rosario de medidas que se anuncian un día sí y otro también se esconde una cierta pasividad ante los problemas específicos de la economía española que la crisis ha puesto de manifiesto. Una pasividad para la que no encuentra justificación.
Y con toda la razón, porque el Gobierno dispone de un margen de actuación en determinadas cuestiones que no está limitado, ni por la coyuntura internacional, ni por la escasez de recursos que parece una consecuencia natural de toda crisis.
Por ejemplo, aunque es cierto que muchos de nuestros problemas vienen del tamaño que adquirió en nuestro país en los pasados años la denominada burbuja inmobiliaria (que lo es) y que el Gobierno está decidido a buscar un nuevo modelo económico no tan dependiente del ladrillo, algunas simples medidas fiscales y la imposición de una mayor disciplina sobre los notarios (que son un cuerpo del Estado) contribuirían, sin duda, a corregir el vicio nacional -contagiado al parecer a algunas mafias extranjeras- de invertir en activos inmobiliarios.
Otro tanto ocurre con las medidas orientadas a acabar con algunos de los rasgos de nuestro mercado laboral que son en buena medida responsables de que las cifras de parados en España se disparen, en cuanto vienen mal dadas, por encima de las de nuestros vecinos. La eliminación de los contratos basura y de la alta temporalidad que provocan es un problema político y legislativo, no de recursos.
Incluso la eliminación de uno de los hándicaps que, según dicen las organizaciones empresariales, más lastran la creación de empleo, como son las cotizaciones a la Seguridad Social, mediante el traslado de parte de esa carga desde las cuentas de las empresas a los Presupuestos Generales del Estado, no supondría, contra lo que se pueda pensar, ningún terremoto fiscal desde el punto de vista macroeconómico. Aunque obviamente el modo de financiarla, bien mediante impuestos indirectos (como ha propuesto la Fundación de las Cajas de Ahorros) o mediante una subida de impuestos directos como los de la Renta o el Patrimonio, sí implica una decisión política de importancia.
En cambio sí que exige un aumento de la presión fiscal global el aprovechamiento, en estos momentos de crecimiento desbocado del paro, de uno de los yacimientos de empleo que tiene nuestro país sin explotar: el déficit social (en educación, sanidad y otros servicios sociales) que seguimos manteniendo respecto a los países de nuestro entorno y cuya eliminación permitiría poner a trabajar, según algunas estimaciones, hasta un 6% de la población activa.
El verdadero problema con esta última medida, y también en cierto modo con la que mencionábamos en el párrafo anterior, es que pone en cuestión el dogma que ha dominado la política española en los últimos años de que subir los impuestos a nuestros conciudadanos más afortunados es malo desde el punto de vista económico. Un dogma que se ha instalado entre nosotros a pesar de las evidencias en contra que ofrecen los países europeos, en los que a menudo mayor presión fiscal y mayor eficiencia económica van de la mano.
Y eso para no hablar de la crisis actual, en la que, según algunos, el exceso de riqueza de los muy ricos -que ha escapado a la tributación gracias al clima político imperante, a los paraísos fiscales que ahora se pretende limitar y a las oportunidades ofrecidas por la globalización-, se ha convertido en el verdadero activo tóxico que ha envenenado nuestras economías.
Mario Trinidad, ex diputado socialista, es escritor.
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