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Reportaje:Sonidos suburbanos

Ni un céntimo para Russian Red

Menos mal que Lourdes Hernández lleva un centenar largo de conciertos como artista revelación desde que el año pasado publicase su primer disco, I love your glasses. Como la cantante y única integrante de Russian Red tuviera que procurarse las lentejas en las entrañas de la ciudad, el éxito le sería mucho más esquivo. Lourdes aceptó con entusiasmo la propuesta de EL PAÍS: cantar en su estación favorita y comprobar la reacción de los viajeros. El experimento tuvo lugar en el metro de Bilbao, a la una de la tarde del miércoles, pero tras 17 minutos de concierto íntimo los vigilantes se pusieron a hacer preguntas y a la cantante se le "cortó el rollo". Para entonces, en la funda de su guitarra seguía sin haber ni un solo céntimo de euro.

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Y eso que Hernández se había preparado a conciencia. "He estado calentando la voz en casa y preparando un repertorio de versiones", anuncia con gesto resuelto. Tiene 23 años, es atractiva, estilosa y parece evidente que la gabardina clara y los botines azules le sientan muy bien. Pero en el crudo escenario escogido, esa hornacina junto a la línea 1 donde aún se adivinan unos azulejos publicitarios de los años sesenta ("¡Reparación de su radio garantizada por un año!"), apenas cosecha unas pocas miradas de refilón. Las premuras de tiempo son incompatibles con la lírica.

"Hacía unos cinco años que no cantaba en el metro", confesará más tarde. "Fue con mi amiga Mar, en Callao. Éramos compañeras de Derecho y Administración y Dirección de Empresas, pero teníamos inquietudes: yo con mi guitarra y ella como mimo. Aquella actuación nos ayudó a quitarnos muchas inseguridades de encima". En el corredor subterráneo de Bilbao, en cambio, parece que Russian Red se hubiera vuelto transparente. Hasta que sucede lo inimaginable. Una muchacha de paso presuroso se levanta las gafas incrédula y exclama: "¡Huy, Lourdes! ¿Tú por aquí? Un beso, bonita, que me voy corriendo". A la autora de Cigarettes y They don't believe se le suben instantáneamente los colores. "Es Anabel, una amiga que trabaja en producciones de espectáculos. Nunca pensé que me fuera a suceder esto".

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Lástima de vida agitada. Con un poco más de sosiego, los viajeros en tránsito entre la glorieta y los andenes habrían podido degustar una versión exquisita de A day in the life, paradigma de tormento lennoniano y el mejor tema en toda la discografía de The Beatles, según una encuesta de la revista Mojo. Nadie se detiene. La segunda tentativa es mucho más desconcertante: Last christmas, aquella balada remilgada de un George Michael casi pipiolo. Lourdes tiene que empezarla dos veces porque se le escapa una risa traviesa. Un señor maduro y de mirada torva la escudriña desde la distancia. Cuando la cantante, ya un poco desinflada, ha repetido varias veces el estribillo de The sciencist, de Coldplay, acontece el milagro: un chaval frena en seco, exclama "¡No me jodas!" y desenfunda su móvil para ensañarse con la cámara fotográfica. Se llama Fran, tiene 24 años y abraza varias copias de su currículo para distribuirlo entre empresas de trabajo temporal. "Es que vi a esta chica hace poco en El hormiguero y no me lo podía creer. ¿Se puede saber qué está haciendo aquí?".

Para entonces una pareja de vigilantes ya está incordiando al fotógrafo. "La chica puede seguir cantando, pero las fotos están prohibidas". Fin de la actuación. No habrá la pactada cervecita con el dinero recaudado. Era una forma de hablar: acodada en la barra del Café Comercial, Hernández repasará la experiencia con un vaso de agua por todo avituallamiento. "Con Brian, el chaval con el que grabé el disco, nos pusimos a tocar una tarde en la plaza de Ópera y sacamos 10 eurillos. Al menos aquella vez nos pudimos comer un par de hamburguesas...".

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