España y la Historia (así, con mayúscula)
España no es un Estado-nación, y nunca lo será. Lejos de ser un lastre, esto supone capacidad de adaptación, una gran ventaja para encarar los desafíos de la globalización y la posmodernidad
He vuelto a meter a España en la Historia tras dos siglos de ausencia", proclamó el presidente Aznar en 2003 tras posar para la célebre foto de las Azores. "Hemos sacado a España del rincón de la Historia", anunció la vicepresidenta Fernández de la Vega en 2008 tras la reunión del G20+ en Washington. "La Historia ha terminado", sentenció el filósofo Fukuyama en 1989 tras la caída del muro de Berlín. ¿Será posible? ¿Acaso hemos metido a nuestro país en dos guerras, vendido nuestra alma al gabacho y conspirado con la pérfida Albión para intentar subirnos a toda prisa a un tren que ya había llegado a su estación de término?
En este artículo defiendo que éste es, precisamente, el caso. Dividiré la argumentación en tres partes. En primer lugar haré una breve historia del fin de la Historia. Esto me servirá para explicar, en la segunda parte, que España es un Estado-nación que se ha quedado, por así decir, a medio cocer. Irremediablemente, porque el fuego de la Historia ya se apagó. Por último defenderé que, lejos de situar a los españoles en desventaja, esta peculiar circunstancia nos coloca en una situación favorable para afrontar los retos sociales y económicos que se avecinan.
No hay otro país en Europa que haya cambiado tanto en las últimas décadas
No debería sorprender que suscite más adhesión la selección de fútbol que la bandera nacional
La Historia, así, con mayúscula, es hegeliana. Muchos pensadores han puesto fecha a su fin, comenzando por el propio Hegel que lo situó en el 14 de octubre de 1806; para Fukuyama y también para Bobbitt fue el 12 de noviembre de 1989. Y hay más. A su manera, todos aciertan. El día de la batalla de Jena, Hegel consideró que la evolución de las ideas había llegado a su culmen con la victoria de Liberté, Égalité, Fraternité. No hay nada más allá: la Historia, entendida en el sistema hegeliano como la historia de las ideas, ha terminado. Doscientos años después, esta tesis sigue siendo muy difícil de rebatir. Fukuyama reescribe el argumento hegeliano en términos de civilización. Tras el colapso de la Unión Soviética no hay ninguna alternativa global a la democracia liberal y al capitalismo, ni es previsible que la haya. Incontestable, a mi juicio. La Historia, entendida como la historia de la contradicción hegeliana, ha terminado.
Bobbitt analiza el papel de la guerra en la formación de los Estados-nación modernos. Hasta el siglo XVIII la guerra tenía como objetivo derrotar al ejército enemigo para conseguir de su soberano concesiones territoriales o políticas. Napoleón revoluciona tanto los fines como los medios de la estrategia militar: el objetivo de la guerra pasa a ser la destrucción del Estado enemigo para reemplazarlo por otro afín. Para ello, el emperador recurre al recién inventado concepto de nación para justificar las levas que le permiten movilizar ejércitos de dimensiones nunca vistas con anterioridad: hay más muertos en cualquier batalla napoleónica que en todas las guerras del siglo XVIII juntas. El siguiente paso lo da Bismarck: para incrementar el poder militar del Estado hay que fortalecer a la nación. La escolarización obligatoria, las pensiones para la vejez y otras medidas sociales bismarckianas tienen como objetivo último aumentar la cohesión nacional y la capacidad de movilización del Estado. En el siglo XX culmina esta lógica: el objetivo de la guerra no puede ser ya otro que la destrucción de la nación enemiga. Así aparecen los bombardeos a civiles, que se justifican para quebrar la moral de la población. Y llega, inevitablemente, el arma atómica que, como dijo Glucksmann, pone el orden definitivo en el desorden aparente de la guerra. La historia de la escalada bélica que ha forjado Estados y naciones ha terminado. El conflicto de 1914 a 1989 entre democracia liberal, comunismo y fascismo, se salda con la victoria de la primera, abriéndose un proceso de globalización sin precedentes que transformará tanto al Estado como a sus relaciones con los ciudadanos. La Historia, entendida como la historia del Estado-nación cohesionado por la guerra, ha terminado.
España ha estado ausente de este proceso. Nuestras guerras en los últimos dos siglos han sido guerras civiles, que son divisivas en vez de cohesivas. Francia, por ejemplo, se ha hecho francesa matando alemanes. España se ha hecho española matando españoles. El resultado es un Estado-nación a medio cocer, mucho menos cohesionado que el francés, o el alemán, o el británico. No debería sorprender que en nuestro país suscite más adhesión la selección de fútbol que la bandera nacional, que, dicho sea de paso, sigue siendo utilizada como arma arrojadiza por los representantes de una mitad de los españoles contra los de la otra mitad. No debería sorprender que en España no haya políticas de Estado basadas en acuerdos permanentes de las principales fuerzas políticas. La política exterior cambia con el gobierno de turno: no está bien definido ni tan siquiera el concepto básico, que es el de interés nacional. Tampoco hay políticas de Estado en justicia, descentralización, energía, educación... ni las habrá, porque no las puede haber. España no es un Estado-nación moderno y, por lo dicho hasta aquí, debería quedar claro que nunca lo será. La Historia ha terminado y no se puede acceder a ella ni entrando en nuevas guerras ni participando en conferencias internacionales, por importantes que unas y otras sean.
Todo esto, lejos de ser un lastre, sitúa a España en una posición aventajada para encarar los retos que plantean la globalización y el tránsito a la posmodernidad. España tiene mucho que ganar y poco que perder. Para ver por qué, es útil comenzar por una caracterización en positivo de la posmodernidad. Cuatro apuntes bastarán. En la posmodernidad lo transnacional crece a expensas de lo internacional; gracias a Internet, todo el mundo puede identificarse con una minoría, o con varias, estableciéndose nuevas referencias identitarias que cuestionan el monolitismo al que aspira la modernidad; el Estado moderno aspira a maximizar el bienestar de sus ciudadanos, el postmoderno a maximizar las oportunidades que se les ofrecen; el Estado moderno centraliza, el postmoderno descentraliza, explora nuevas formas de democracia, da más papel al mercado, etc.
La sociedad española ha demostrado en las últimas décadas ser muy adaptable al cambio cultural. No hay otro país en Europa que haya cambiado tanto. Está descentralizada y sigue descentralizándose. Las regiones funcionan como minorías identitarias. Y las grandes empresas, junto con muchas medianas, están a la cabeza mundial de la transnacionalidad. Además, la gravedad de la actual crisis económica forzará a más cambios, y muy profundos.
Pero también se puede definir la posmodernidad en negativo. Comte-Sponville escribió que la posmodernidad es lo que queda de la modernidad cuando se apagan las Luces. ¿Cabe una indicación más clara de las dificultades que tendrá Francia para hacer el tránsito? La fuerte cohesión nacional que aglutina el Estado francés es un obstáculo formidable. A España esto le afecta menos, porque aquí las Luces no alumbraron tanto y porque la cohesión nacional es más débil. Francia tiene mucho que perder, España poco.
Estas reflexiones deberían, en mi opinión, orientar el amplio programa de reforma estructural que necesita España. Hay que adoptar una visión estratégica del interés nacional que deje de obsesionarse por una modernidad inalcanzable, apueste firmemente por la posmodernidad y sea consciente de que los mayores riesgos vendrán de la neomodernidad -por usar el feliz neologismo de Fernando Vallespín-. La actual crisis global, económica y financiera pero que será también institucional y social, está provocando una vuelta a los cuarteles de invierno de la modernidad. Es una crisis de dimensión desconocida, cuyas causas y mecanismos de transmisión no se comprenden bien y cuya duración no es posible aventurar. Resulta explicable que, ante tanta incertidumbre, se busque refugio en viejas certezas. Esto es la neomodernidad: la política internacional cobra nuevo protagonismo, se refuerzan los mecanismos de protección social y el Estado se hace omnipresente como solucionador de problemas. Parafraseando a Comte-Sponville, se busca la modernidad a la luz de una candela. En mi opinión, y en esto discrepo de Vallespín, la posmodernidad no está muerta: está pasando su primera -y muy seria- crisis de juventud. Saldrá más madura y reforzada. En cualquier caso, a España le irá mucho mejor en el siglo XXI si acierto que si yerro.
César Molinas es socio fundador de la consultora Multa Paucis.
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