El regreso de De Gaulle
La sombra del general es alargada, muy alargada. Fundó la V República y dejó un camino tan trillado que incluso quienes parecen estar deshaciéndolo terminan completándolo y adaptándolo a los nuevos tiempos. Aquel militar alto y desgarbado, que consiguió situar a Francia entre los vencedores de la II Guerra Mundial, ha seguido reencarnándose en todos y cada uno de los presidentes que le han sucedido; incluso en el hiperactivo y pequeño seductor, de declaradas simpatías con EE UU, que es Nicolas Sarkozy. Lo más visible y espectacular del gesto de 1966 fue el desmantelamiento de las bases norteamericanas en Francia y el traslado del cuartel general de la OTAN desde París a Bruselas. Francia ganaba margen de maniobra y recuperaba soberanía, sin abandonar el bando occidental en la Guerra Fría, pero a costa de suscitar dolorosos sarcasmos por parte de EE UU. El secretario de Estado, Dean Rusk, respondió a la decisión con una pregunta que ha seguido resonando hasta 2003, con ocasión de cada crisis transatlántica: ¿también quieren que nos llevemos a nuestros soldados enterrados en los cementerios de Normandía?
Sarkozy quiere ganar mayor protagonismo para Francia en la construcción de la defensa europea
De Gaulle no quería alejarse de su posición de aliado de EE UU, conquistada con enorme dificultad con un micrófono y mucho voluntarismo en Londres durante la Guerra Mundial. Para el viejo general abandonar la estructura militar de la OTAN y echar a las tropas y bases norteamericanas era la mera continuación de su difícil tarea londinense, cuando se inventó como jefe de la Francia Libre, un paso que se deducía necesariamente de su pretensión de mantener una silla entre los grandes en el puesto de mando del mundo occidental, y que tenía dos correlatos de poder todavía más efectivos, en su derecho de veto como miembro permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU y en su force de frappe, el arma nuclear. El vértice de esta construcción era la presidencia francesa bajo la V República, figura soberana que hace de interlocutor de la presidencia norteamericana y posee la clave del maletín nuclear.
Muchos echaran en cara ahora al biznieto político de De Gaulle, a Sarkozy, por dilapidar la herencia y ceder de nuevo soberanía a la superpotencia tutelar. El teatro de sombras de la política necesita siempre de los tópicos y de los personajes estereotipados, por lo que el guión exige que el izquierdista antiamericano y el gaullista puro aparezcan gesticulando y vociferando contra la pérdida de la independencia y la traición al general. Pero la realidad demuestra que no hay para tanto. Los móviles de Sarkozy son perfectamente racionales: quiere ganar con este movimiento un mayor protagonismo en la construcción de la defensa europea y a la vez reforzar la posición negociadora de Francia en la escena internacional. Sobre todo de cara a la renovación del Tratado de No Proliferación nuclear, en 2010, donde aparecerá como potencia nuclear perfectamente leal a Washington pero decidida a jugar su papel en la negociación multilateral. Como hizo De Gaulle en numerosas ocasiones, su objetivo es convertir su debilidad en una fortaleza.
La venta de la decisión, iniciada prácticamente con su campaña electoral, está muy trabada. De creer a pie juntillas lo que dice el Libro Blanco sobre Defensa de 2008, encargado por Sarkozy, apenas tiene trascendencia. Francia se reintegrará en los dos únicos comités de los que estaba ausente hasta ahora: el de Planes de Defensa y el Grupo de Planes Nucleares. El primero es un órgano de debate fundamentalmente estratégico sin incidencia en las decisiones; y el segundo tiene funciones fundamentalmente de consulta e información, por lo que además la independencia del arma nuclear francesa no se verá afectada por la integración: la bomba (la bombinette, dicen los franceses humorísticamente) seguirá en manos exclusivas del presidente, tal como quiso De Gaulle y ningún presidente después ha querido corregir. No se someterá ni a la doble llave, que es el sistema británico de práctica supeditación a Washington, ni mucho menos, tal como se llegó a especular justo después de la caída del Muro de Berlín, se propondrá que disponga de ella algún día la UE. Uno de los mayores atractivos de esta decisión, sobre todo para los militares franceses, lo ofrecen los nuevos puestos que deberá ocupar Francia en el nuevo esquema, que pasará de un centenar y medio a cerca de 800 y que deberán ceder los otros aliados, especialmente Alemania y Reino Unido.
El Libro Blanco reivindica sin rebozo los objetivos perseguidos por De Gaulle en 1966 para justificar las decisiones actuales. La retirada de Francia "tenía por objetivo 'devolver a los ejércitos el carácter plenamente nacional' y evitar toda subordinación de nuestras fuerzas a una autoridad extranjera, así como toda presencia militar extranjera en nuestro territorio [rueda de prensa de De Gaulle en octubre de 1966]". Pues bien, "estos principios fundamentales permanecen, pero las transformaciones del entorno internacional, la evolución de la Alianza Atlántica y el compromiso de Francia en nuevas misiones de la Alianza, nos invitan a revisar la traducción cuarenta años más tarde". No es Francia, sino De Gaulle, quien regresa a la OTAN.
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