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Reportaje:

Los dictadores no juegan al póquer

El presidente de Sudán se creía inmune como Milosevic en Serbia

Ramón Lobo

No siempre es fácil distinguir a un dictador. A veces, como en el caso de Sadam Husein, se le confunde durante mucho tiempo con un amigo, un aliado útil que realiza trabajos sucios (contra el Irán del imán Jomeini). Franklin Delano Roosevelt, en cambio, nunca los confundía, pero los clasificaba por categorías. Suya es la célebre frase sobre el dictador nicaragüense Tacho Somoza: "Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta", que copió después Henry Kissinger al referirse al segundo Somoza, también dictador. Con Slobodan Milosevic -el precedente legal inmediato del sudanés Omar al Bashir- se repitieron los problemas de adjetivación. Pese a que el serbio fue uno de los impulsores de los crímenes cometidos en Bosnia-Herzegovina (1992-1995), la comunidad internacional le premió con un asiento de honor entre los padres de la paz.

Su objetivo es bloquear el acceso a la ayuda para que se le retiren los cargos
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Junto a la virtud -los dictadores saben camuflarse muy bien-, el defecto: son pésimos jugadores de póquer, no saben plantarse. A Husein le pasó en Kuwait; a Milosevic, en Kosovo, donde siguió apostando hasta que lo perdió todo: prestigio, la vida y un lugar decente en la sombra de la historia.

Veinte años después de tenerle en la pasarela, una parte de la comunidad internacional (la decisión de procesarle ni siquiera fue unánime) aún no ha aclarado cuál es su opinión sobre el general Omar al Bashir, golpista en 1989 y presidente-autócrata de Sudán desde 1993. La Corte Penal Internacional (CPI, reconocida por 108 países, pero no por EE UU, China, Rusia e Israel, entre otros) ordenó el miércoles su detención. Le acusa de crímenes contra la humanidad en la región de Darfur: 300.000 muertos y tres millones de desplazados. La réplica de Al Bashir -expulsar a 13 ONG extranjeras en represalia- pone en riesgo la vida de cientos de miles de sus compatriotas y demuestra su predisposición a seguir acumulando cargos penales.

Nacido en 1944 en el seno de una familia de ganaderos del valle del Nilo, al norte de Jartum, Al Bashir gobierna con puño de hierro desde 1989 el país más grande de África. A pesar de que se le considera un hombre sin carisma, de educación limitada y poco dado al discurso elaborado, es intuitivo y astuto: sabe inclinarse con el viento. Llegó al poder al frente de una junta militar que disolvió cuatro años después para quedarse con el trono. En los primeros 10 años jugó la baza islamista impulsado por el ideólogo del movimiento en Sudán, Hasan al Turabi, un intelectual educado en la Sorbona, lo que preocupó a sus vecinos y a Estados Unidos. Sudán se convirtió en un santuario de radicales. Tampoco le favoreció que Osama Bin Laden eligiera Sudán como base antes de que Al Bashir le invitara a salir.

Aviones norteamericanos bombardearon en 1998 lo que la CIA había señalado como un centro camuflado de elaboración de armas químicas que resultó ser una fábrica de leche en polvo. Washington trató de desgastar al régimen de Jartum a través de la guerra civil que éste mantenía desde 1983 con el sur cristiano y animista, suministrando armas y municiones vía Uganda al Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán. La guerra terminó en 2004 con un acuerdo de paz. Atrás quedaron dos millones de muertos y cuatro millones de desplazados.

Quizá fue aquel bombardeo quirúrgico o el temor a perder el poder si celebraba elecciones lo que le hizo ver la luz. En 1999, Al Bashir disolvió el Frente Islámico, declaró el estado de emergencia y metió en la cárcel a su mentor Al Turabi (hoy en arresto domiciliario). Gracias a esta mudanza, el presidente sudanés estaba preparado para escoger el bando correcto tras los atentados del 11-S y dejarse ver en el pelotón de cabeza de los luchadores contra el terrorismo integrista. Esto le trajo algunos beneficios, pues logró desorientar a la UE y a Estados Unidos: ¿será dictador o un amigo potencialmente útil? Pese a Darfur, algunos países parecen mantenerse en un estado de confusión después de que la CPI emitiera la orden de captura. Pero como Sadam Husein y Slobodan Milosevic, Omar al Bashir, el paracaidista que luchó junto a Egipto contra Israel en la guerra del Yon Kipur, en 1973, es un mal apostante en los juegos de cartas. Envalentonado por su suerte tras la guerra norte-sur, aprovechó un ataque contra sus soldados en febrero de 2003 para ordenar una ofensiva en Darfur. El objetivo era liquidar a dos grupos guerrilleros potencialmente peligrosos: el Movimiento de Justicia e Igualdad y el Movimiento de Liberación de Sudán. Se sirvió de la milicia paramilitar de los janjaweed (de la tribu abbala, que son árabes criadores de camellos y cuyo nombre significa los jinetes armados), a la que equipó y dirigió sin recato. La coordinación entre el Ejército y los jinetes está demostrada, según la CPI.

Darfur es una guerra por la tierra entre árabes y negros fur -que dan nombre a Darfur-, masalit y zagawa, todos agricultores no baggara (beduinos nómadas). La sequía del norte ha provocado que los ganaderos árabes invadan los cultivos del sur y surja el enfrentamiento y la manipulación interesada. La presión internacional forzó un acuerdo en 2007 para el despliegue de una fuerza de paz de 26.000 soldados. Al Bashir, hábil, regateó: no a los cascos azules de la ONU; sí, a las tropas africanas. Resultado: sólo se han desplegado 9.000.

En los siete meses que ha durado la instrucción del fiscal de la CPI, Luis Moreno Ocampo, el régimen aflojó o endureció la presión sobre las ONG (Sudán es hoy la mayor operación humanitaria) según las noticias procedentes de La Haya. Su objetivo ahora es bloquear el acceso a la ayuda humanitaria de millones de personas para lograr la retirada de los cargos. Nadie en África quiere su captura, pues son varios los presidentes con crímenes a cuestas. Para Estados Unidos también es un problema: debe escoger entre los intereses petroleros y los derechos humanos. La reciente visita de Hillary Clinton a China, gran aliado de Sudán, da pistas de que la defensa de los valores empieza a toparse con los matices. La esperanza de Al Bashir es convencer a esa comunidad internacional de que él es nuestro hijo de puta.

SCIAMMARELLA

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