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Columna
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Suele ocurrir

La gran virtud del cine clásico de Hollywood es que todavía vale para casi todo, para deleite de los aficionados al cine y para satisfacción de las ratas de moviola, que no dejan de apreciar detalles nuevos a cada visionado reposado a fin de encandilar con minucias a su alumnado. El lector conoce sin duda el argumento (no la trama, pese a lo que crea) de una película como El apartamento, dirigida por Billy Wilder en 1962, donde un pelanas que trabaja de oficinista en una gran empresa de seguros tiene la suerte de disponer de un apartamento en pleno centro de Nueva York, de modo que se lo presta a sus jefes para consumar sus ligues mientras él duerme a la intemperie con el objetivo apenas confesado de ir escalando puestos en la empresa. Lo consigue, vaya si lo consigue, pero tiene la mala fortuna de enamorarse de una ascensorista, amante del jefe máximo, y ahí se jode el asunto, aunque hay que añadir que, en un final algo consolatorio, el prota encuentra el amor como premio a su dignidad. Dejemos ahora de lado el ajado ajetreo de un Eduardo Zaplana con las falleras mayores de nuestras queridas Fallas para centrarnos en un detalle de la película. La chica se ha tomado unas pastillas para dormir el sueño eterno, desengañada ante el desamor de su jefe, en el apartamento del chico, así que éste la salva recurriendo a un vecino médico, y al día siguiente el cuñado de la chica (siempre hay un cuñado decisivo, incluso en las películas de Billy Wilder) acude a la casa para rescatar a su cuñada, con tan mala fortuna que allí se encuentra con el médico, que se interesa por la situación de la chica tras el "accidente". El cuñado salta, claro: "¿Qué accidente?" Y el médico, confuso, dice: "De los que suelen ocurrir".

De los que suelen ocurrir. Tengo para mí que la trama de corrupción descubierta en Madrid, con amplias y todavía inconclusas ramificaciones valencianas, constituye uno de esos accidentes de los que suelen ocurrir cuando la conducta está en entredicho antes de convertirse resueltamente en presunta materia penal. Y sospecho que lo realmente nocivo para la salud democrática (si no se trata de una contradicción en los términos) es que esos episodios sean tomados precisamente como accidentes de los que suelen ocurrir y no como el iceberg ocasional de unas prácticas de financiación absolutamente corrompidas, pues que ningún partido podría satisfacer ni la nómina de sus chóferes de no recurrir sistemáticamente a ellas. Cuando el ex actor Alfonso Guerra sale ahora diciendo que miren las fotos de la boda aznarita en El Escorial para entenderlo todo, olvida tal vez que en sus buenos tiempos regalaba caballos de raza a los hijos de su famoso hermano a cuenta de los presupuestos del Estado, o del partido, lo mismo da que da lo mismo. Pero si hasta Zaplana ha retirado la denuncia contra quienes le acusaron de cobros ilegales. Y si Naseiro, Fabra y tantos otros no han acabado como merecían es porque detrás de todos ellos flota como una pesadilla la necesidad de un insondable pacto de silencio, no vaya a ser que la investigación del chollo acabe por enchironarlos a todos. Y asombra la cantidad de cosas que se dejan pasar como si se tratara de accidentes de los que suelen ocurrir, como que Berlusconi resucite el somatén a la italiana para amedrentar en las calles a los rumanos pobres o que Bancaja reciba mil quinientos millones del Gobierno, no se sabe aún si para relanzar Terra Mítica. Por lo demás, siento decirlo pero yo no soy Marta del Castillo, que en paz descanse. Y espero que no me caiga la perpetua por confesarlo.

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