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Columna
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Ágora y circo

Todas las sociedades liberales y abiertas se basan en la distinción entre la esfera privada y la pública. Y, como sabemos, la mayoría de los ciudadanos se ocupa más de cultivar la primera que la segunda. Dicho de otro modo, en nuestras sociedades los idiotas no están en absoluto mal vistos. No voy al insulto, sino a la etimología. Como recordarán, en la Grecia clásica se les llamaba así a los que sólo se preocupaban del idion, es decir, de "lo propio", en lugar de interesarte también por la cosa pública. Aquéllos, en definitiva, que preferían dedicarse a sus asuntos particulares, en lugar de acudir al ágora y participar activamente en la democracia directa ateniense. Allí se les consideraba unos malos ciudadanos, claro. En nuestros días, en cambio, definirse como "apolítico", afirmar que a uno no le interesa para nada la política, está a la orden del día y rara vez recibe alguna recriminación por parte del que lo escucha. Generalmente, el que así se define ni siquiera necesita justificarse, más allá de esbozar algunas generalidades como que "todos los políticos son iguales" o que "buscan lo mismo", evitándose así el trabajo de formar y ejercer el juicio político.

El ágora o la plaza pública más concurrida en nuestros días es, sin lugar a dudas, la televisión. Como los demás medios de comunicación, tiene la virtud de convertir en "público" todo lo que toca. No quiere decir, por supuesto, que su tema más tratado sea el bien común o la gestión y el gobierno de los asuntos públicos. De hecho, podríamos afirmar que la televisión se acerca más al teatro y al circo romanos que al ágora griega. Su objetivo más evidente es el entretenimiento, no la formación de una ciudadanía responsable y reflexiva. Así que no es de extrañar que, cada vez más, se dedique a dar publicidad a lo que tradicionalmente hemos considerado que forma parte de la esfera privada.

Cualquiera que quiera vender (o regalar) su intimidad y haga gala de toda falta de pudor encontrará sus minutos de gloria en nuestras televisiones. Los programas de confesiones, los reality shows, todo aquello que se promociona como "la vida en directo" consigue una audiencia masiva. El último grito en esta tendencia es esa joven inglesa, Jade Goody, que después de mostrarse en el escaparate de diversos Grandes Hermanos, ahora expone igualmente su desgraciada agonía, su muerte acechante. ¿Hay algo más íntimo, más privado, que la agonía?

Supongo que algunos de los que promueven tamaña gesta argüirán que con esa exposición pretenden impulsar un debate público (además de hacer caja, claro). Ah, la vieja excusa. ¿De verdad cree alguien que ello dará pie a un debate público de verdad? ¿A un debate sobre la sanidad pública, sobre los servicios de asistencia a enfermos terminales o sobre la función cívica de la televisión?

Pasando del circo al ágora, acudan a la cita el domingo.

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