"El que quiere el fin quiere los medios"
La palabra cisma aterra a los pontífices del catolicismo. Quien se cree sucesor del apóstol Pedro y la voz de Dios en la tierra no puede entender que alguien le desobedezca hasta la ruptura. Antes emitían edictos de apresamiento y, si podían, mandaban a los cismáticos a la hoguera. Desde la pérdida de su poder temporal, los papas han preferido la reconciliación.
Es lo que hizo hasta la desesperación el polaco Juan Pablo II ante el arzobispo Lefebvre, con el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, como tozudo intermediario. Pero cuando estaba pactado el acuerdo, el 6 de mayo de 1988, Lefebvre le dijo a Ratzinger (hoy Benedicto XVI) que quería consagrar un obispo. En caso de ser denegado el permiso, se vería impelido a proceder en conciencia. Dieciocho días más tarde, Lefebvre y Ratzinger volvieron a verse en Roma. El Papa aceptaba la ordenación episcopal, pero debía retrasarse un mes. Ratzinger llevaba incluso una misiva de Juan Pablo II. "Se lo pido por las llagas de Cristo, quien, la vigilia de su pasión, oró por sus discípulos para que todos sean uno", decía.
El 30 de junio de 1988, Lefebvre hizo obispos a Fellay (actual superior de la Fraternidad), Tiisier de Mallerais, Williamson y al torrelaveguense Galarreta. Dos días más tarde se publicaba el decreto de excomunión.
El camino de regreso también ha sido negociado por Ratzinger, cuya elección papal fue celebrada con regocijo por los lefebvrianos. Galarreta, el obispo español de los lefebvrianos (fue ordenado con apenas 24 años), defiende las decisiones de Lefebvre con entusiasmo. "El que quiere el fin quiere los medios. Había que salvaguardar el sacerdocio católico, asegurar la permanencia de los sacramentos, la continuidad misma de la Iglesia. ¿Cómo concebir una Iglesia sin obispos fieles a la fe católica? La política de Roma era 'muerto el perro, se acabó la rabia'. Muerto monseñor Lefebvre, el problema quedaba resuelto".
Pero no. Entre el conflicto o el mérito de cerrar el último de los cismas católicos, Ratzinger ha preferido lo segundo. No ha sido una gracia, ha sido una rendición. Y supone la última victoria de monseñor Lefebvre.
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