El bache
1. Tengo la solución: lo mejor es que a todos los cuarentañeros nos encierren. El Estado del bienestar debería proporcionarnos un lugar limpio y bien iluminado donde nos cuidasen bien y donde sería posible llevar una existencia mínima, vegetativa. Podríamos leer, ver la tele, pasear por el jardín, jugar al fútbol en el patio; los domingos saldríamos en fila india para hacer obras de caridad y visitar a los enfermos. Se trataría, por supuesto, de un encierro voluntario, y su duración dependería del interesado: a algunos titanes les bastaría con unos pocos meses; lo normal sería una estancia de como mínimo una década; quedaría terminantemente prohibido instalarse allí de por vida. Por lo demás, la financiación del encierro no sería un problema: en vez de jubilar a la gente a los 65 años -cuando está en lo mejor de la vida-, se la jubilaría a los 40 y se sufragarían los costes del encierro con el importe de su retiro; luego, cuando nos retiráramos de nuestro retiro y volviéramos eufóricos a la realidad, recuperaríamos nuestro empleo para pagar el encierro de los nuevos cuarentañeros. Ésa es la solución.
2. Los científicos se han puesto a estudiar la felicidad. Según un reportaje publicado en este periódico, todos han llegado a la misma conclusión: las dos épocas más felices de la vida son los veinte años y los sesenta, la juventud y la jubilación. Lo de los jóvenes es obvio; a los veinte años, uno se dedica a las cosas más satisfactorias que existen: enamorarse, follar, beber cerveza y tirar croquetas a los ventiladores durante las farras. Lo de los jubilados no es tan obvio, pero es igualmente cierto. Un amigo me contó que este verano pasó un fin de semana en un hotelito con su mujer y su hijo; todo iba bien hasta que de pronto apareció un grupo de jubilados del Inserso y terminó la tranquilidad: durante la cena se montó un guirigay alcohólico que por momentos amenazó con degenerar en un lanzamiento masivo de croquetas a los ventiladores; por la noche fue peor: a las dos de la madrugada, mi amigo tuvo que salir al pasillo en pijama para suplicar un poco de silencio a los viejos, y una hora después todavía estaba allí, tratando de impedir por la fuerza que una señora que podía ser su madre derribase a patadas una puerta tras la cual su marido se la estaba pegando con una ex peluquera de Badajoz. Eso es lo que dicen los científicos de los veinte y de los sesenta años. ¿Qué dicen de los cuarenta? Dicen que a los cuarenta se produce un bache. Un bache, Dios santo: lo que se produce es un socavón espeluznante. El cuarentañero no se enamora, apenas folla, apenas bebe cerveza, jamás tira una croqueta a un ventilador; de la vida se acuerda, pero dónde está. Vive encajonado entre unos hijos demasiado niños y unos padres demasiado viejos: cuida de los hijos, pero se siente culpable de no cuidar suficiente de los hijos; cuida de los padres, pero se siente culpable de no cuidar suficiente de los padres. A veces recuerda el día en que una enfermera le puso en las manos a su hijo recién nacido; como todo el mundo, lloró, pero más tarde ha comprendido que no lloraba de alegría, sino de ganas de salir corriendo y no parar hasta el desierto del Gobi. No lo hizo, y ahora es tarde para hacerlo; ahora, de hecho, le aterra perder a su familia. Por supuesto, odia la palabra responsabilidad, aunque se siente responsable de todo, incluso de aquello de lo que no es en absoluto responsable. Además está lo otro. Schopenhauer dijo que cada vez que respiramos es como si apartáramos la muerte a manotazos; el cuarentañero tiene la impresión de apartar los muertos a manotazos: se mueren los padres, se mueren las madres, se mueren los padres de los amigos, se mueren las madres de los amigos, a veces incluso se mueren los propios amigos. El espectáculo es sobrecogedor. La mayoría opta por alimentarse a base de ansiolíticos y antidepresivos. Algunos ingenuos sueñan con cambiar de vida, ese sueño mentecato. A mí me dan unas ganas tremendas de vestirme de hombre rana y pedir solemnemente que se levante de inmediato la sesión.
3. Pero no puede ser: no se puede cambiar de vida, la sesión no se puede levantar; no hay solución, ni siquiera es solución que nos encierren: era broma, ja, ja, era sólo otro sueño mentecato. El espectáculo, señoras y señores, debe continuar. Hay que seguir cuidando de los padres. Hay que seguir cuidando de los niños (sobre todo no se olviden de cuidar de los niños). Hay que seguir apartando la muerte a manotazos. Hay que alimentarse bien. Hay que ser valiente y reírse a carcajadas por lo menos dos veces al día -reírse es de valientes: los cobardes no se ríen nunca-. No hay que llorar, y si se llora, hay que llegar llorado a casa. Hay que seguir como sea, aunque sea vestido de hombre rana: basta hacer el ridículo lo menos posible y conservar un mínimo de dignidad no sonriendo a los imbéciles, siendo bueno con los buenos y evitando a cualquier precio a los malos, y sobre todo a los malos disfrazados de buenos. No es tan difícil, amigos. Esto pasará. Parece mentira, pero pasará. De esta plaza nadie sale a hombros, pero cuando por fin salgamos no habrá en el mundo croquetas ni ventiladores suficientes para resarcirnos. Ese día se van a enterar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.