Una lista de cosas importantes
Espere aquí un momento, por favor.
En la sala hacía mucho calor, pero el frío de la calle le había calado tanto que se sentó con el abrigo puesto, frente a la ventana. Al otro lado del cristal, el cielo blanco, los árboles pelados, las figuras encorvadas de los transeúntes que avanzaban contra el viento, reflejaban con precisión la dureza de aquel invierno, el peor de su vida, pensó, el más frío. Pero mejor así, mejor haber llegado hasta aquella silla de plástico verde, aquella sala con suelo de linóleo, aquel marchito aroma a desinfectante, en unos días tan malos. El calor aplastante del verano, la crujiente ternura de la primavera, la melancolía musical del otoño, son épocas peores para pensar, y él tenía que pensar en muchas cosas.
Era curioso, pero ahora, cuando había llegado el momento de elegir, las cosas buenas, las personas a las que había querido, las que le habían querido a él, los momentos y los lugares donde había sido feliz, la memoria de las risas, de los besos, la complicidad de sus amigos, la emoción del amor, el vértigo del sexo, ocupaban casi la totalidad de su memoria. Lo bueno había invadido el espacio de lo malo, los huecos del rencor, del dolor, de la rabia, todas esas viejas cuentas pendientes que había ido acumulando a lo largo de los años como un equipaje incómodo pero imprescindible, y que ahora, de pronto, le daban lo mismo. Era mejor empezar por la alegría, y eso se propuso.
Tenía que decirle a mucha gente que la quería, y tenía que decírselo muchas veces. Hablar con su mujer y con sus hijos, desde luego, con esos amigos que eran su familia, pero también con gente más distante, hombres y mujeres a los que ya no veía todas las semanas, compañeros de otras épocas, sus hermanos, sus primos, todas esas personas que no habían compartido con él toda su vida pero seguían ocupando un lugar importante en su memoria. Tenía que volver a leer algunos libros, volver a ver algunas películas, escuchar de nuevo algunas canciones. No podía marcharse sin las palabras, sin las imágenes, sin el ritmo y los colores de su vida. Tampoco sin comerse un merengue de fresa. Habían pasado tantos años desde que se comió el último...
No, se dijo, por ahí no, por ahí todavía no, porque la imagen del merengue había traido consigo a un niño con el pelo muy corto y orejas de soplillo, vestido con una trenca marrón y una bufanda de cuadros alrededor del cuello, que era él mismo con seis, con siete, con ocho años y la nariz pegada al escaparate de una pastelería, y ese niño le hacía un nudo en la garganta. Así que no, por ahí no, mejor mirar hacia otro lado. Estaría bien que el Atleti ganara algún título, para variar, pero como con eso no se podía contar, se conformaría con ir al campo a ver algún partido facilito, y llevaría con él a su hijo pequeño, que siempre se quejaba, y con razón, de que no cumpliera sus promesas. Ésta sí la cumpliría, y volvería con su mujer al hotel de su primer verano, aunque aquel pueblo hubiera crecido tanto y estuviera tan lleno de adosados y pizzerías que ya no parecía el mismo. Tenía tantas cosas que hacer...
Arreglar todos los papeles, poner en orden todas las cuentas, dejar instrucciones sencillas para resolver todas las cosas, comprarle a su hija un piano de cola. No iba a tener donde ponerlo, pero eso daba igual. Le compraría un piano de cola a la niña, y enseñaría a su hijo mayor a conducir su Harley-Davidson, aunque antes también tendría que sacarla un poco, ¿no?, hacer algún viajecito corto de esos que le gustaban tanto... No, por ahí tampoco. ¡Qué desesperación! Todos los caminos llevaban al mismo nudo, al mismo hueco, al mismo miedo, y en aquella sala hacía tanto calor... Se quitó por fin el abrigo, y se dijo que si no se hubiera empeñado en hacerlo todo él solo, tal vez aquella lista le estaría saliendo mejor, y todo sería más fácil. Pero no tenía ganas de pensar en lo malo, sólo en lo bueno, y no estaba seguro de que contárselo a alguien dividiera su angustia en lugar de multiplicarla.
-¿Andrés Martínez? -la enfermera le miró, le sonrió-. Sígame, por favor.
Cuando se levantó, le temblaban las piernas y ella se dio cuenta, pero no quiso decirle nada, porque la consulta estaba muy cerca. La visita fue muy breve, menos de diez minutos, un caluroso intercambio de fórmulas de cortesía para glosar un solo adjetivo. La biopsia era negativa. Negativa, negativa, negativa, un bulto benigno y sin importancia.
En la calle hacía un frío de chillar, pero decidió volver a la oficina andando, igual que había venido pero más despacio, porque todas aquellas cosas importantes podían esperar.
Todas, menos el merengue de fresa que se comió por la calle, igual que si acabara de salir del colegio.
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