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Columna
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Rey Negro

Me gustaría seguir creyendo en los Reyes Magos. En el Rey Negro. A quien, con mayor propiedad, debería llamar emperador. Contemplé los fastos del martes con el corazón detenido por la esperanza, la falsa esperanza en la que nos complacemos para no reventar de realidad, de real realidad, por así decirlo. Cómo me habría gustado ser ciudadana estadounidense, y entregarme al espasmo colectivo, balancearme, mecerme en esa multitud que todavía cree en los padres que les fundaron: en la América, América del mito y de la grandeza.

Pero no soy más que una escéptica europea muy viajada -perdónenme la fatuidad- por territorios imperialmente muy vejados -¿se acuerdan de América Latina?- y no pude caer del todo en la nana del disfrute. Amargamente comprobé que el presidente de la Nueva Era no había podido evitar un viejo tic histórico: que gracias a su ceremonia de festejo, los perdedores -hoy Gaza; Palestina, siempre- fueran relegados a un pequeño espacio informativo. Algunas cosas no cambian nunca. El pobre no había escogido la fecha, eso es verdad. Tampoco pude alegrarme demasiado con la humillante salida de Bush jr., Cheney y su banda del escenario político. ¿Cómo considerar parias a esos sátrapas que se retiran, impunes, tras arrebatarle al mundo tantos derechos que nos produce júbilo la simple perspectiva de recuperar el habla? Hacía frío en la Gaza recién devastada y en los hospitales carecían de vendas -de gasas, de ahí el nombre; de cuando en esa zona se obtenía la preciosa tela-, el martes de la coronación; lo mismo que en el pasado de siempre. El frío del futuro, que será como el de ayer aunque ahora, en el rincón de las noticias que aún ocupa, la franja del dolor sea objeto de grandes palabras: "reconstrucción", la más odiosa, porque significa destrucción previa. Cómo me gustaría creer en Baltasar y disfrutar con el actual tráfico de esperanzas.

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