Número 6
Me entero por el obituario publicado en este periódico del fallecimiento del actor Patrick McGoohan, encarnación de uno de los mitos televisivos que contribuyeron a moldear el imaginario de mi generación. Bajo la denominación de Número 6, McGoohan protagonizó la serie El prisionero, producida por la ITV británica y rápidamente importada por numerosas cadenas internacionales. En España fue programada en la segunda de TVE en un neolítico mediático, hoy difícilmente concebible, en el que tras la segunda no había tercera, ni pública, ni privada.
Desde que empezó a emitirse (1968), El prisionero apareció como un producto insólito en las parrillas de la televisión de los sesenta. Claro que aquí, con la caspa dictatorial, la represión cotidiana y la información en manos de Fraga (estos días recordamos su repulsivo papelón intoxicador en el "caso" del estudiante Enrique Ruano), casi todo lo que venía de fuera parecía extravagante. Fue, sin embargo, su carácter excéntrico lo que terminó otorgándole el marchamo de serie de culto a medida que la generación de los baby-boomers crecía en edad, nostalgia y poder adquisitivo. Revisitadas hoy (están en DVD) las extrañas aventuras -entre kafkianas y surrealistas- del Número 6 parecen a la vez ingenuas y estéticamente primarias, pero se comprende que resultaran adictivas.
Aquí, con la caspa dictatorial, la represión y la información en manos de Fraga, casi todo lo que venía de fuera parecía extravagante
McGoohan, un excelente actor de rígidas convicciones religiosas (solía rechazar los papeles en películas que requerían escenas eróticas, y declinó ser James Bond en el cine), no sólo fue el actor principal de El prisionero, sino también su guionista (junto con Georges Markstein), y director (bajo seudónimo) de algunos de los episodios. El marco general de la serie es muy simple: tras su misteriosa dimisión como agente del servicio secreto (la escena puede verse en YouTube), un espía innominado es narcotizado, raptado y conducido a "La Villa", un territorio en el que vive, en aparente libertad, pero fuertemente controlada, una población en la que difícilmente se distinguen prisioneros y guardianes. Allí no existen los nombres, y cada personaje es designado por una cifra. Cuando el Administrador General del lugar ("Número 2") bautiza al recién llegado como "Número 6", éste le lanza una réplica legendaria: "¡Yo no soy un número, soy un hombre libre!".
Y ésa es la historia: un hombre libre que intenta escapar de su encierro dorado (la villa tiene la apariencia de un Club Méditerranée) y que nunca llega a saber del todo quién y por qué le condujo allí. Una distopía de compleja alegoría en la que pueden rastrearse raíces literarias que nos llevarían de Wells a Zamiatin, Huxley u Orwell. McGoohan tuvo el acierto de mezclar un atrezo "futurista" -tecnologías de cartón-piedra que hoy nos resultan primitivas- con utilería y mobiliarios convencionales. Y de enriquecer los guiones con referencias icónicas y elementos típicamente sixties y "contraculturales" -drogas alucinógenas, estilos de vestir y diseños muy swinging London- así como con una temática -todavía eran tiempos de guerra fría- en la que se hacía evidente la obsesión por los lavados de cerebro, la intromisión de los poderes públicos en la vida de los individuos y la teoría de la conspiración a cargo de fuerzas siniestras. Hoy, con cámaras vigilando a la población en casi todas las esquinas de las ciudades "de riesgo" y la multiplicación histérica de los controles, "La Villa" y su oculto Gran Hermano (en la serie nunca salía directamente el "Número 1") parecen una broma. Pero entonces, en aquella reprimida España "alegre y faldicorta" cuya "diferencia" Fraga vendía con desparpajo a los turistas de las democracias europeas, era fácil que muchos vieran en "La Villa" y sus habitantes una metáfora de lo que estaba allí afuera, al otro lado de la pantalla de la tele que controlaba el iracundo señor Ministro, del que ahora, por cierto, no consigo recordar el número que ocupaba en el escalafón.
Babelia
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