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Columna
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Un día de nieve

Casualmente el viernes a las siete de la mañana ya estaba levantada desayunando ante un ventanal que da frente al Parque del Oeste, cuando vi caer los primeros copos. Venían en bandada y de lado como si no fueran a quedarse por allí, y algunos eran negros como trozos de hollín. Pero a media mañana la nevada ya estaba clara, era muy intensa e iba cubriendo todo de ese maravilloso manto blanco que ya estaba montando tremendos atascos de coches, caos en Barajas y escayolas por los resbalones. A esas horas, como si lo viera, ya estarían Magdalena Álvarez, Alberto Ruiz-Gallardón y Esperanza Aguirre preparando frases para salir del atolladero. No os preocupéis, no toda la culpa es vuestra, nuestra legendaria y españolísima falta de previsión tiene una explicación muy simple que me dio una vez un amigo finlandés. Este amigo me contó que ellos, los finlandeses, son muy puntillosos con las cosas de la realidad, cuidadosos, observadores, por la sencilla razón de que cuando las temperaturas caen a no sé cuánto bajo cero las tuberías pueden reventar y es imposible permitirse el lujo de dejar nada al azar. Es una cuestión de clima, me dijo, lo que para nosotros es vital para sobrevivir para vosotros, con vuestras temperaturas, no lo es, por eso no necesitáis tomároslo tan en serio, si lo fuera no tendríais más remedio que ser como nosotros.

A pesar de todos los pesares, se creó una extraña complicidad entre la gente
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"La nieve del viernes no fue suficiente"

Como se comprenderá, el comentario me molestó por lo tópico y por esa fama de vivalavirgen que se nos achaca tan injustamente. El calor, el cachondeo, ¡ya está bien! Si a vosotros, finlandeses, os invadiera una ola de calor, si os pusierais a cuarenta grados ¿qué haríais? Nosotros, antes de tener aire acondicionado, sabíamos crear corrientes de aire, mantener el agua fresca en el botijo y en los cántaros, abanicarnos, ideábamos fuentes para que el sonido del agua ahuyentase la sensación de fuego, y no por eso nos creemos mejores que nadie. Pero si de pronto en lugar de en la Casa de Campo parece que estamos en Siberia, si de pronto parece que estamos en un invierno de Guerra y paz o de Anna Karenina, dejadnos reaccionar. Uno no se hace nórdico o ruso de la noche a la mañana. Dejemos que las autoridades responsables se metan en situación.

Mientras se metían, llegamos a las seis de la tarde. Habían arreciado la nieve y los problemas, sin embargo el espectáculo era precioso, los árboles del Parque del Oeste estaban completamente blancos, los tejados, las aceras, no sabía si estaba en el Parque de la Bombilla, por donde me dirigía chapoteando al supermercado, o en Fargo. Los niños hacían las típicas bolas y se las tiraban, como en las películas.

La verdad es que ha sido quitar la nieve de mentira de belenes y abetos y aparecer la nieve de verdad, la que no hay que comprar, la auténtica. ¿Auténtica?, no hay nada que parezca más artificial que la nieve. Es demasiado bonita, no se parece a la vida. Tiene algo como de pasada de rosca de la naturaleza. Es como si hubiera una naturaleza sencilla y esencial, la del agua, que no tiene ni sabor ni color; la del aire, que ni se ve; o la tierra, que es tirando a tosca. Y luego está la naturaleza barroca con sus flores de pétalos de diseño, las mariposas con alas extrafinas y dibujos preciosos... Bueno, pues la nieve supera todo eso, es el colmo del manierismo y quizá por eso nos envuelve en una sensación tan irreal. De no ser así no se entiende que nos ponga de tan buen humor. Porque a pesar de todos los pesares, que fueron muchos y variados, se creó una extraña complicidad entre la gente, que necesitaba comentar lo extraordinario del momento. Lo comprobé en el supermercado, al que llegué medio patinando sobre aceras sin sal, toda una aventura.

El serio del frutero bromeaba como en la vida, la clientela estaba sonriente. La cordialidad era tan increíble que yo misma dejé que se me colaran dos en la pescadería, algo que en una situación normal habría hecho salir a la ordinaria que llevo dentro. Hice una compra como para un año porque no me apetecía moverme de allí. De vuelta a casa, ya de noche y agarrándome a los árboles, le consulté al amigo finlandés si ellos sentían esta felicidad constantemente y me dijo que no, que estábamos así por la novedad y porque algo había cambiado para todos al mismo tiempo.

Cuando escribo estas líneas ya apenas quedan retazos blancos en algunas partes. La nieve se derrite y desaparece y hay que disfrutarla mientras dura, como la vida.

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