A las finanzas no se las puede dejar solas
Uno de los rasgos que subraya la singularidad de la crisis financiera, además de la severidad ya demostrada, es la capacidad para sorprender con la emergencia de perfiles nuevos, inesperados, que necesariamente convierten en provisionales los intentos de hacer balance de la misma, un año y medio después de su emergencia. El último de los episodios conocidos, la estafa de Madoff, no altera en lo esencial el diagnóstico de la crisis, ni cuestiona las terapias destinadas a evitar esos males peores que vendrían de su extensión sistémica en aquellos sistemas financieros donde sus manifestaciones han sido más traumáticas. A lo que si contribuye la especial significación del mayor fraude financiero de la historia y la diferenciada personalidad de los principales timados es a subrayar la ya muy extendida sensación de fragilidad financiera apenas atenuada en este año y medio.
Las instituciones públicas son más importantes de lo que se creía, no sólo para paliar los fallos de mercado
En realidad, esa vulnerabilidad ha dejado de ser percibida como algo circunstancial, específico al origen hipotecario o inmobiliario del contagio, para ser asumida como algo intrínseco al funcionamiento de los modernos sistemas financieros, los más directamente basados en los mercados de capitales. Los más avanzados, efectivamente, han sido en estos meses los que mayor inestabilidad han registrado y los que han revelado mayores anomalías en sus sistemas de supervisión.
Son razones suficientes para que la intuición conduzca a proposiciones inquietantes, consecuentes con ese distanciamiento y desafección que en todos los países se observa respecto al conjunto de la industria de servicios financieros. A las finanzas no se las puede dejar solas, podría ser la síntesis de las conclusiones adoptadas, incluso en el seno de los sectores más lúcidos de la industria de servicios financieros, allí donde se han revisado en profundidad los factores determinantes de la crisis. No son conclusiones muy novedosas, aunque sí fortalecen la enmienda a la totalidad de esas propuestas de autorregulación que animaron las Administraciones republicanas en EE UU, antes de que Wall Street constituyera el epicentro del mayor seísmo financiero de la historia. Antes también de que en su entorno se revelaran graves problemas en la supervisión del conjunto de la industria de servicios financieros.
Esa fragilidad financiera constituyó el eje central de las argumentaciones del poskeynesiano Hyman P. Minsky (1919-1996), al que esta crisis ha popularizado. Profesor en Berkeley y en Washington University, y con una relevante experiencia como directivo bancario, la proposición central de su formulación es la existencia de una inestabilidad permanente, inherente a las economías capitalistas, que fatalmente deriva en la emergencia de crisis, una vez salta el detonante de la deuda excesiva acumulada en las fases de euforia. En realidad, el crecimiento del endeudamiento, pieza esencial en el modelo del ciclo del crédito de Minsky, acaba siendo el principal determinante de los beneficios en esas fases expansivas.
Aunque no es la única, esa suerte de fatal recurrencia de episodios de crisis financieras es la principal razón en la que se ampara la necesidad de fortalecer la regulación de la actividad financiera. Su eficacia y sofisticación (no necesariamente la cantidad de normas), así como su homogeneización internacional, han de ser tanto mayores cuanto más lo sea la actividad de los operadores privados. La otra lección que esta y otras crisis anteriores dejaron es que los llamados a supervisar el cumplimiento de esas regulaciones no han de ser menos cualificados que los operadores objeto de escrutinio.
El peor cómplice de esa bien amparada percepción de fragilidad, de la vigencia que ha cobrado la hipótesis de inestabilidad financiera de Minsky, es el debilitamiento de la confianza de los agentes económicos en las instituciones financieras, y de éstas entre sí. Ésta sigue siendo la síntesis más expresiva de la singularidad del trauma financiero que todavía estamos viviendo. De los operadores privados, en primer lugar, pero también de los públicos.
De la variada fauna de los primeros hay alguna especie que esta crisis ha estado a punto de exterminar: los bancos de inversión. Éstos han sido referencias esenciales de la banca moderna, piezas esenciales en la diferenciación entre sistemas financieros basados en los mercados o en la intermediación financiera. Han sido también las principales factorías de la innovación financiera.
Sortear riesgos y regulaciones han sido los factores que históricamente han impulsado la dinámica de esa innovación. Sería un error que algunas de las visiones liquidacionistas derivadas de la crisis (donde anidan los defensores de la nacionalización de la banca o los pocos empeñados en la autorregulación) alcanzaran a estigmatizar esa dinámica. La mayoría de los nuevos instrumentos y técnicas, especialmente los asignados a la gestión de riesgos de todo tipo, seguirán siendo piezas fundamentales en esas nuevas finanzas que emerjan tras la restauración de los destrozos ocasionados por esta crisis. Lo relevante es quién los usa y, por supuesto, el grado de supervisión pública del funcionamiento de los mercados respectivos.
Es en este punto en el que cobra toda su significación la defensa que hace Robert Shiller en su último trabajo (The Subprime Solution, Princeton, 2008). Más allá de la proximidad explicativa con las hipótesis de Minsky, lo relevante es la propuesta de "democratizar la innovación financiera" para ponerla a disposición de una gestión de riesgos que sirva a los intereses de la mayoría de los ciudadanos. Es otra forma, absolutamente complementaria, de que las finanzas no anden solas. Es también, probablemente, la más necesaria para atenuar el distanciamiento de los ciudadanos y los contribuyentes de un sistema financiero (fundamentalmente bancario) hoy apuntalado con fondos públicos en buena parte de las economías más prósperas del planeta.
Los manifiestos casos de corrupción ahora conocidos, las anomalías en la gestión de fondos de clientes, los errores de las agencias de rating, las escandalosas retribuciones de algunos directivos de empresas financieras o los no menos serios problemas de gobierno corporativo de diversos bancos conforman un catálogo de atributos de lo que Paul Krugman ya ha acuñado como "economía Madoff". Su credencial más expresiva es ese peso específico de las rentas de la industria de servicios financieros en las últimas décadas que en modo alguno se corresponde con el valor creado en estos años. De hecho, el inventario, necesariamente provisional, de destrozos estrictamente financieros ocasionado por esta crisis hasta la fecha no tiene precedentes.
En esa colección de fallos e infamias que esta crisis está revelando no falta la insuficiente calidad de la supervisión en aquellos sistemas financieros en los que han aflorado anomalías más explícitas. Algunas de ellas más propias de aquellas economías que sirvieron para acuñar aquella caracterización de crony capitalism (capitalismo de amiguetes) para denotar el compadreo entre supervisores y supervisados o entre empresas financieras y empresas del sector real, tan frecuentes en algunas economías en desarrollo antes de la crisis asiática de 1997. Eso fue un año antes del salvamento coordinado por el Banco de la Reserva Federal de Nueva York del mayor hedge fund de entonces, el estadounidense Long Term Capital Management, primera advertencia seria de que las finanzas, aun cuando fueran conducidas por egregios académicos como los que se sentaban en el consejo de administración de esa selecta empresa, no era conveniente que estuvieran solas. Las instituciones públicas, los Gobiernos, son más importantes de lo que se creía, no sólo para paliar los frecuentes fallos de mercado.
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