La represalia del 'Sabath'
El aplastante poderío israelí no consigue traducirse en mayor seguridad, al contrario; acciones de represalia como la de Gaza minan la única seguridad posible, la de un Israel en paz y reconocido por sus vecinos.
Israel no es más fuerte después del ataque masivo contra Gaza, como tampoco lo fue después de la incursión contra Hezbolá en 2006. Ni entonces ni ahora era su fuerza, la mayor de toda la región y una de las más poderosas del mundo, lo que estaba en juego; era otra cosa: la cada vez más irresoluble contradicción por la que toda la fuerza de Israel, todo su aplastante poderío, ha dejado de traducirse en seguridad. Los tres centenares de muertos palestinos que provocaron los ataques desde el 27 de diciembre, día de Sabath, no han hecho más que acentuar esa contradicción, y ahora Israel tendrá que hacer frente a las consecuencias. No en el terreno de la fuerza, en el que siempre saldrá ganando en el futuro previsible, sino en el terreno de la seguridad, que es el que está minando con acciones como ésta. Porque, como bien saben los más veteranos estrategas del conflicto, la seguridad de Israel no consiste sólo en impedir que los milicianos de Hamás u otra organización lancen misiles contra su territorio, sino también en mantener viva la esperanza de que sea alguna vez un Estado en paz con sus vecinos. Es esa esperanza la que ha recibido un nuevo golpe, que puede ser mortal en función de cómo actúe el próximo Gobierno de Tel Aviv y de cómo reaccionen otras potencias regionales, con Irán a la cabeza.
El ataque israelí entrega una causa justa, la palestina, a una organización totalitaria
Seguridad y justicia devienen incompatibles si no se busca la seguridad desde la justicia
Lejos del escenario de la tragedia, no tardará en desencadenarse la controversia acerca de quién empezó este nuevo arrebato de locura, alentada por quienes la contemplamos, desde el sosiego de un escritorio y una página en blanco, o desde el ponderado susurro de las cancillerías. Los partidarios de un contendiente señalarán acusadoramente al contrario, y los de éste no se privarán de hacer el gesto opuesto, sólo para regresar sin fin al punto de partida mientras crece la cosecha de cadáveres. Pero una controversia así es exactamente la que nadie que desee la paz, que se resista a justificar un espectáculo de muerte como un mal merecido, debería alentar. Israel y Palestina no son un aséptico laboratorio donde se ponen a prueba nuestras preferencias intelectuales o nuestros juegos políticos, sino un territorio anegado de sangre que clama desde hace más de medio siglo por la reafirmación de nuestros principios y por la adopción de políticas que no los ignoren ni los contradigan, reduciéndonos a cínicos proveedores de excepciones o de excusas.
Hace días trascendió la noticia de que el Gobierno israelí había emprendido una ofensiva diplomática dirigida a recabar apoyos internacionales para el ataque que ha llevado a cabo. Como Estado soberano que es, Israel estaba en condiciones de tomar a solas la decisión. Y es de esperar que, en efecto, haya sido a solas como la ha tomado, sin una luz verde expresa ni tampoco una indiferencia garantizada por los Gobiernos con los que haya entrado en conversaciones. La legítima defensa no ampara los actos de represalia, que es lo que Israel ha perpetrado en Gaza. No sólo con este ataque, el más mortífero en varias décadas, sino también con el bloqueo al que ha sometido a la población civil palestina durante interminables meses de colapso económico y hambruna, levantado por razones tácticas en vísperas de la incursión. La persistencia del bloqueo es la prueba de que la desconexión de Gaza, según la expresión acuñada por Sharon, no era lo mismo que el final de la ocupación, que dura desde 1967 aunque haya cambiado la manera de gestionarla. Si lo que Israel pretendía con el embargo era mermar el respaldo a Hamás, lo que ha conseguido es, por el contrario, proyectar sobre el futuro una sombra que tarde o temprano le pasará factura y nos la pasará a todos: ha entregado una causa justa a una organización de ideología totalitaria. Y la represalia del Sabath no ha hecho más que corroborar esa entrega, no ha hecho más que confirmar el argumento de fondo que invoca Hamás: Israel no busca su seguridad desde la justicia y, por tanto, ha convertido su seguridad y la justicia en objetivos incompatibles. El resto del mundo, sigue diciendo Hamás, tendrá ahora que elegir.
Los expertos han repetido durante años que no habría paz en Oriente Próximo mientras no se alcanzase un arreglo en el conflicto entre palestinos e israelíes. La invasión de Irak y la carrera nuclear que ha desencadenado, y que es el nuevo escenario donde se jugarán la paz y la seguridad mundiales, han convertido esa opinión en una frase vacía. Por desgracia, la región alcanzará la paz o se sumirá en el conflicto con independencia de la suerte que corran los palestinos. Los actuales dirigentes israelíes parecen suponer que esta coyuntura les concede carta blanca para actuar en los territorios, particularmente en Gaza, y de ahí que las primeras escaramuzas electorales entre Tzipi Livni y Benjamín Netanyahu, los candidatos con más posibilidades en febrero, se hayan limitado a rivalizar en dureza, por no decir en brutalidad. Ni ellos ni Ehud Barak, superviviente de un Partido Laborista irrelevante, han sido capaces de intuir las posibilidades que una situación como la actual ofrecía para un Israel comprometido con la paz. Un acuerdo con los palestinos hubiera privado de un campo de operaciones a Irán, que sigue asentando su liderazgo en la explotación a su favor de los numerosos focos de tensión regionales. Tal vez sea una estrategia demasiado sutil para una clase política que, como la israelí de estos días, no rechaza convertir en simple baza electoral el envío de cazabombarderos contra una población exhausta.
Por descontado, la pregunta más relevante sigue siendo la de siempre: cómo salir de aquí, cómo detener esta nueva escalada en la que, violando el mismo principio que obliga al respeto de los civiles, Israel ha provocado en apenas unas horas más de doscientos muertos y de ochocientos heridos, y Hamás, por su parte, cinco víctimas, una de ellas mortal. Pero nadie ignora a estas alturas lo que exige la solución. Nadie ignora que no la habrá mientras persista la ocupación ni mientras la legalidad internacional, desde las Resoluciones de Naciones Unidas a las Convenciones de Ginebra, no sea respetada por todos los contendientes, sea cual sea su potencia de fuego. Nadie ignora que será inviable mientras Israel y la comunidad internacional sigan ahondando con sus políticas la segunda partición de Palestina, que ha dejado Cisjordania en manos de Fatah y Gaza en las de Hamás. Nadie ignora que se retrasará tanto como los actores internacionales del conflicto que permanecen entre bambalinas, enredados en sus cálculos geoestratégicos, no tuerzan definitivamente el gesto ante quienes ocupan el primer plano del terrorífico escenario. Entonces, ¿para qué repetirlo? Cada vez que ha fracasado uno de los innumerables planes de paz, Israel se ha aproximado un paso más a la disyuntiva radical que, hasta la Guerra de los Seis Días, sus gobernantes trataron de mantener a distancia. ¿Cómo cuenta compatibilizar su ambición por los territorios que ocupó y su rechazo hacia los palestinos que los habitan? Cualquier arreglo hubiera detenido la cuenta atrás hacia la sima que encarna este interrogante, de la que Israel sólo podrá salir, bien renunciando a ser un Estado honorable que concede el mismo valor a cualquier vida humana, incluidas las de sus enemigos, bien aceptando que el núcleo de su utopía, la construcción de un Estado sólo para judíos en una tierra previamente habitada, se ha revelado inviable.
No se trata de un dilema nuevo, sino de un dilema que, tras permanecer varias décadas ignorado, está emergiendo de manera imparable a la superficie. De la Guerra de los Seis Días, tras la que Israel ocupó Cisjordania y Gaza, se conocen sobre todo los nombres de los generales que propiciaron la victoria. Paradójicamente, el del primer ministro laborista que decidió y dirigió las operaciones cayó en un relativo olvido. Pero fue él, precisamente él, Levi Eskhol, quien trató de atemperar el entusiasmo de un eufórico Ariel Sharon diciendo "esta victoria militar no arregla nada, los árabes seguirán estando ahí". Y ahí siguen estando cuarenta y un años después, con más frustración y más muertos, a la espera de que Israel decida, no sobre su suerte colectiva, sino sobre el tipo de Estado que quiere ser. Eskhol parecía tener clara la respuesta cuando, nada más iniciarse la guerra, anotó: "Aunque conquistemos la Ciudad Vieja y Cisjordania, al final tendremos que abandonarlas". Tal vez por eso sean pocos quienes, dentro y fuera de Israel, todavía lo recuerdan.
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