Torturas bendecidas
El Senado de EE UU documenta los excesos antiterroristas de la era Bush. Obama debe actuar
El zapatazo fallido con que un periodista iraquí obsequiaba al presidente George W. Bush hace unos días constituyó, además de un gesto impresentable, apropiada metáfora de una frustración colectiva y expresión cabal de hasta qué punto Estados Unidos ha enterrado en Irak su escasa reputación en el mundo musulmán. Pero las políticas seguidas durante años por Bush y sus más estrechos colaboradores en campos tan determinantes como el trato a prisioneros la han sepultado también en buena parte de Occidente, incluidos países aliados de la superpotencia.
Que Bush se apreste a hacer mutis en medio de una impopularidad difícilmente superable es, entre otros factores, consecuencia inevitable de unos años en los que todo ha valido para su Gobierno en la persecución del terrorismo islamista. El reciente informe del Comité de Servicios Armados del Senado es, en este sentido, abrumador en su descripción de la cadena de decisiones infames adoptadas por el ex ministro de Defensa Donald Rumsfeld -comenzando por la autorización de "técnicas agresivas de interrogatorio", es decir, torturas- y refrendadas en otros departamentos clave, como Justicia, con Alberto Gonzales, o vicepresidencia. Decisiones que condujeron durante años, al menos hasta 2004, al abuso y la muerte de detenidos en prisiones castrenses y de los servicios de inteligencia de EE UU. Desde Abu Ghraib a Guantánamo, desde Afganistán a las cárceles secretas de la CIA, ese rosario de iniquidades estuvo amparado por la malhadada orden presidencial de 2002 en la que Bush declaraba a EE UU no vinculado legalmente, en su guerra contra el terrorismo, al cumplimiento de las Convenciones de Ginebra sobre prisioneros. Altos cargos sin escrúpulos, en los círculos de Rumsfeld, Cheney o Gonzales, todos ellos teóricamente encargados de defender la Constitución y la reputación de EE UU en el mundo, se encargaron de vestir legalmente aquel despropósito.
No es descartable, o no debería serlo, que lo documentado por el Senado acabe en los tribunales de justicia. Entretanto, y para resultar creíble, Barack Obama, cuyo tono sobre estos excesos ha decrecido visiblemente a medida que se acerca el gran día, debería aplicar con urgencia las promesas de regeneración hechas en su campaña. Sus recientes declaraciones en el sentido de restaurar el equilibrio entre las exigencias de la seguridad de EE UU y su Constitución no deben quedarse en un vistoso eslogan.
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