Pakistán, entre la espada y la pared
El segundo gran país musulmán del mundo es el eslabón más débil de su zona. El triunfo frente a Al Qaeda y los talibanes, el porvenir de Afganistán y la seguridad de India pasan por que no se hunda este Estado
Salvar a Pakistán para salvarnos a nosotros mismos, señalaba un titular del India Times tras los atentados de Bombay el pasado 27 de noviembre. Ya no hay duda, si es que alguna vez la hubo desde el 11-S, de que la estabilidad de Pakistán es clave tanto para la seguridad internacional como para la de la región, y que el colapso de su Estado tendría consecuencias desastrosas -en especial, pero no sólo, para su vecina Afganistán-. Pakistán y sus aliados se enfrentan ahora al reto de buscar soluciones sostenibles para sacar al país del período más negro y crítico desde su fundación en 1947.
Crecientemente presionada por Estados Unidos para cumplir con sus desatendidas obligaciones en la guerra contra el terrorismo yihadista, la segunda nación musulmana del mundo se desangra por las heridas de tres conflictos abiertos (Cachemira, Baluchistán y las regiones tribales) en un territorio sin fronteras reconocidas al este y al oeste, del que apenas controla una fracción y que constituye la principal base operativa de Al Qaeda y los talibanes. La insurgencia yihadista originariamente concentrada en las zonas tribales pastún de la frontera con Afganistán extiende lenta pero firmemente su influencia hacia el centro del país, amenazando las grandes urbes, incluida la capital Islamabad.
Los 'yihadistas' cuentan con simpatías entre la población y los servicios secretos de Pakistán
Hay que apoyar al Gobierno civil de Islamabad, pero poniéndole condiciones
Por si fuera poco el Gobierno del viudo de Benazir Bhutto, Asif Ali Zardari, se enfrenta a una crisis económica aguda que nutre el descontento de una población empobrecida por el alza de los precios y la crisis de los cereales y que ha llevado a Pakistán a firmar un préstamo de emergencia por valor de 7.600 millones de dólares con el FMI para parchear un déficit presupuestario del 7,4% de su PIB.
Pese a los poderes institucionales que ostenta, la posición de Zardari es precaria. El Ejército de Pakistán, que tradicionalmente se ha erigido como pilar central del Estado -no en vano ha dominado directamente la política del país durante más de la mitad de su existencia-, sigue, y presumiblemente seguirá, fuera del control del Gobierno civil, y continúa dictando buena parte de la política exterior, marcando sus propios planes de operaciones y controlando los servicios secretos, los ISI, a los que ya se opuso el pasado julio a dejar bajo mando civil.
Pero sin duda el reto más importante para la supervivencia de Pakistán y la seguridad internacional emana de la ambivalente -aunque algunos dirían inequívoca- relación que ciertos elementos de los ISI mantienen con grupos yihadistas afincados en distintos puntos del país. Grupos como Lashkar-e-Taiba y los talibanes afganos han sido tradicionalmente apoyados por el aparato de seguridad paquistaní como fuerzas de interposición en el enfrentamiento asimétrico por la lucha de influencia en la región, en particular frente a la India -el primero como vehículo de las aspiraciones territoriales en Cachemira, los segundos como medio de desestabilizar a un Gobierno afgano crecientemente cercano a la India y de justificar grandes paquetes de ayuda estadounidense para el Ejército de Pakistán-. No habrá solución a los conflictos contra Al Qaeda y los talibanes, ni seguridad en la región, mientras prevalezca el apoyo de las fuerzas de seguridad paquistaníes a estos grupos.
Los atentados de Bombay, que han roto el proceso de normalización de las relaciones entre India y Pakistán establecido tras la firma del alto el fuego de 2004, y el ataque en el Hotel Marriott de Islamabad el 20 de septiembre, son ejemplos del efecto Frankenstein de una estrategia pro-yihadista que ha superado a sus creadores y ha convertido a Pakistán en víctima de un juego de poder que un día le fue favorable.
En su intento de distanciar al Gobierno civil de los actos de unos grupos fuera de su control, un impotente Zardari ha pedido ayuda a la comunidad internacional y calma a la India para evitar la escalada de violencia en la región. Falta ahora ver si el presidente consigue convencer a sus socios políticos, a las fuerzas de seguridad y a su electorado de que la lucha contra los yihadistas es una lucha por la supervivencia del propio Estado paquistaní, más allá del obvio interés estratégico de Estados Unidos en su guerra contra el terror, generalmente percibida como una batalla contra el islam.
Tras meses de violencia y la creciente presión militar estadounidense a ambos lados de la frontera afgano-paquistaní, parece que Zardari está determinado, al menos formalmente, a acabar con los grupos yihadistas afincados en su territorio como muestran el recrudecimiento de las campañas en las zonas tribales de la frontera noroeste y las recientes operaciones contra la infraestructura militar y social de Lashkar-e-Taiba. Sin embargo, hoy por hoy, tanto el Ejército como el líder de la oposición, Nawaz Sharif, mantienen su ambivalente posición frente a los islamistas, el uno por el apoyo electoral que recibe de los líderes religiosos en Punjab, el otro por las razones estratégicas antes mencionadas. Cada día que pasa, los yihadistas se refuerzan alimentados por la falta de consenso en torno al diseño y aplicación efectiva de una estrategia nacional -militar y política- sobre la posición a seguir frente a los talibanes y Al Qaeda. Sin estrategia, el país está a merced de sus enemigos.
Por otro lado, los recientes atentados en la India han reavivado la posibilidad de una escalada del conflicto de Cachemira similar a la de 2002, tras los ataques al Parlamento indio. El enfrentamiento de las dos potencias nucleares tendría consecuencias desastrosas para la región y en especial para la ISAF en Afganistán. El ejército paquistaní encontraría la excusa para desplazar al frente cachemir a los cerca de 100.000 hombres desplegados en la frontera afgana en la reticente lucha contra los yihadistas. Las zonas tribales fronterizas quedarían a merced de estos últimos, dotándoles del espacio y la capacidad de maniobra necesarias para recrudecer la ofensiva contra la ISAF en Afganistán, que vería cómo la ciudad de Chaman y el paso de Khyber, por los que circula casi el 80% del abastecimiento de las tropas de la Alianza, caen en manos del enemigo.
La comunidad internacional, incluida India y EE UU, principal aliado y donante de ayuda a Pakistán (11.800 millones de dólares desde 2001), ha de poner los medios para sacar al país de la crisis que afronta apoyando política y económicamente al nuevo Gobierno civil. El apoyo a Zardari ha de ser firme y público, pero no incondicional. La propuesta del vicepresidente electo de EE UU, Joseph Biden, de triplicar la ayuda no militar en los próximos cinco años hasta un máximo de 7.500 millones de dólares, condicionando la ayuda militar a la consolidación de la democracia, el Estado de derecho, el desarrollo de las zonas más desfavorecidas y la lucha activa contra los yihadistas afincados en territorio paquistaní, rompe con la política militarista de la era Bush y constituye un hito en el apoyo a Pakistán que ha de ser reforzado y emulado.
De poco servirá aumentar la presión militar en la zona, en especial en Afganistán, si no se promueve de forma activa la búsqueda de soluciones sostenibles a los distintos conflictos que tradicionalmente han justificado el apoyo del aparato de seguridad paquistaní y de parte de la población a la causa yihadista, en particular el estatus de Cachemira y el de frontera con Afganistán y la cuestión de la integración política, legal y económica de las tribus pastún a ambos lados de la frontera afgano-paquistaní. La tarea es tan compleja como necesaria y sólo tendrá éxito si se aborda desde una perspectiva regional crecientemente política, económica y de desarrollo, en detrimento de la estrategia militar que inevitablemente habrá de seguir jugando un papel importante en los próximos años.
En un mundo crecientemente interdependiente, el fracaso de Pakistán es un fracaso y un riesgo para sus vecinos y la comunidad internacional que no pueden y no deben permitir el colapso de este Estado, más aún tras años de inversión en el proceso de construcción de la paz y del Estado en la vecina Afganistán.
Gabriel Reyes Leguen es coordinador de proyectos en el Programa de Oriente Medio y del Mediterráneo del Centro Internacional de Toledo para la Paz (CITpax).
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