Claroscuros de Sarkozy
El presidente francés, en busca de otros protagonismos, deja con elogios el trono europeo
Para Nicolas Sarkozy, el final de la presidencia europea la semana próxima, que pasará a manos checas, debe de suponer una tremenda frustración. El presidente francés es un hombre en perpetuo movimiento, acostumbrado a ocupar cualquier vacío político, interno o exterior, real o percibido, que se crece en las dificultades y gusta como pocos del protagonismo. De manera que el Elíseo prepara ya iniciativas que permitan a su jefe mantener la preeminencia internacional cuando todos los focos se concentren a partir del mes próximo en Barack Obama. La más esperada es el previsible anuncio, en abril, de la reincorporación de Francia al comando militar de la OTAN, más de 40 años después del portazo de De Gaulle.
París ha alcanzado en estos seis meses una buena parte de sus objetivos europeos, aunque en muchos casos a costa de cesiones fundamentales más o menos visibles. Se trate del alumbramiento de la Unión por el Mediterráneo, una criatura de Sarkozy, del pacto sobre inmigración, del encarrilamiento institucional de la UE o del plan de lucha contra el cambio climático, adoptado en la reciente cumbre y cuyos inverosímiles compromisos para reducir las emisiones contaminantes en un 20% en 2020 deben mucho a la porfía francesa. Sarkozy ha conseguido también protagonismo en dos temas cruciales, no previstos en el guión: la guerra entre Georgia y Rusia, en agosto, y el crash financiero y la subsiguiente recesión económica. En ambas crisis, y en muy buena medida por la falta de liderazgo estadounidense, el dirigente francés ha desempeñado un papel a la medida de sus ambiciones. La presidencia francesa ha sido un éxito para el 56% de sus conciudadanos, dicen los sondeos, e incluso derecha e izquierda en el Parlamento de Estrasburgo han coincidido en su plácet al inquilino del Elíseo.
Pero no todo son luces para un hombre al que la dirección de Francia parece quedársele pequeña, debido en parte a una absoluta falta de oposición interna. Los procedimientos de Sarkozy, tan atentos al espectáculo y frecuentemente criticables, su carácter mercurial y en ocasiones su falta de tacto han conseguido alienarle la complicidad de Alemania, la otra gran fuerza europea. La canciller Angela Merkel no digirió que París excluyera a Berlín de su plan original para el Mediterráneo. Ni tampoco lo ha hecho con las presiones francesas para que Alemania ponga más carne en el asador en la lucha contra la crisis económica, paradojas de un presidente elegido para achicar el papel del Estado y convertido súbitamente al estatismo. La aparente luna de miel con el primer ministro británico sólo puede ser considerada, en este contexto, un idilio de circunstancias. Una muestra más de que Sarkozy confía como suprema herramienta en su capacidad para persuadir a los demás. Es un credo que conduce a adoptar casi cualquier política, por contradictoria que sea, con tal de que aparentemente funcione y mantenga a su impulsor en el candelero.
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