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Columna
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El infierno de Mugabe

Alan Paton, el escritor más famoso de Suráfrica por sus excelentes novelas sobre el régimen del apartheid, no hubiera imaginado que, al norte de su país, al otro lado del Beitbridge sobre el río Limpopo, en la entonces fértil Rodesia y hoy miserable Zimbabue, podría establecerse un sistema de Gobierno que hiciera bueno al racismo impuesto por el Partido Nacional afrikáner durante décadas sobre la población nativa. Una vez más, el conocido principio de "todo lo malo es susceptible de empeorar" se ha hecho realidad en la tiranía infernal creada por Robert Mugabe en la antigua colonia fundada por el soñador británico Cecil Rhodes, que aspiraba a unir por ferrocarril Ciudad del Cabo con El Cairo, como espina dorsal del Imperio en África.

El tirano ha convertido el granero de África en una 'villa miseria' nacional con un 30% de exiliados
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1.111 personas han muerto ya por el cólera en Zimbabue

Paton, que combatió el apartheid con sus libros y escritos durante toda su vida, no pudo ver el fin del odioso sistema por menos de un año. Murió a los 85 años en 1988, meses antes de la liberación de Nelson Mandela y de la aplastante victoria obtenida por el líder negro en 1994, que lo llevó a la presidencia surafricana. Su primera y más famosa novela, escrita en 1948, se titula ¡Grita, querida tierra! Ya pueden imaginar por qué. Sesenta años después, en 2008, Paton posiblemente no encontraría mejores palabras para describir la tragedia de Zimbabue, que recurrir a la invocación de todos los movimientos de liberación del África meridional: Nkosi Sikeléli África (Dios bendiga o salve a África).

No hace falta volver a recordar la historia de Mugabe. Es de todos conocida. De héroe de la independencia en 1980 -este cronista estuvo más de un mes como enviado especial de este periódico a la independencia de Rodesia-, a uno de los tiranos más despreciables en el poder. De encontrar un país considerado el granero de África, con una de las economías más prósperas del continente, Mugabe ha convertido Zimbabue en una villa miseria nacional, con una inflación estimada oficialmente en el 231 millones por ciento, sin alimentos en los supermercados ni medicinas en los hospitales, con un 30% de una población de 12 millones exiliada en Suráfrica y Mozambique, sin médicos ni maestros, que se niegan a trabajar porque no cobran, y con una epidemia de cólera, al principio negada por el régimen, que afecta a unas 16.000 personas, de las que ya han muerto más de 1.000, según datos de la Organización Mundial de la Salud. Epidemia que amenaza con extenderse, a través de las aguas contaminadas del Limpopo, a Suráfrica y Mozambique. Y, ¿qué hace el dictador? Simplemente, acusar al Reino Unido de provocar la epidemia de cólera como pretexto para invadir la antigua colonia, con la inestimable colaboración de Estados Unidos y Francia. Nada de extrañar, si se recuerda que una tesis parecida fue esgrimida por el ex presidente surafricano Thabo Mbeki (nombrado mediador en la crisis de Zimbabue por el inoperante comité de países del África meridional desde que Mugabe perdió las últimas elecciones), cuando acusó al malvado Occidente de haber diseminado el virus del VIH para diezmar la población negra del continente. El tirano sólo acepta la mediación de los que, como Mbeki, comparten su tesis de que la solución a los problemas de Zimbabue debe partir del propio Zimbabue. Es decir, de Mugabe y sus matones sin que cuenten para nada los intereses de una población diezmada por el hambre y la enfermedad. Mugabe ha llegado a prohibir la entrada en el país de una misión mediadora de buena voluntad compuesta por tres peligrosos elementos, el arzobispo Desmond Tutu, el ex presidente estadounidense Jimmy Carter y el ex secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan.

Y, hablando de la ONU, dicen que existe en su seno un Consejo de Derechos Humanos que, como su nombre indica, debería preocuparse de la aplicación de esos derechos. Claro que, en ese Consejo, se encuentran países como Cuba, China, Egipto o Arabia Saudí, modélicos en el respeto a las libertades civiles de sus habitantes, como lo demuestra, por ejemplo, la prohibición china y cubana a dos de sus ciudadanos para asistir a la conmemoración en Estrasburgo de los premios Sajárov. Cuando se contemplan casos tan sangrantes como los de Zimbabue, Sudán, Birmania y tantos otros se comprende que, antes de dar certificados de buena conducta, la organización debería concentrar todos sus esfuerzos en la reforma de sus estatutos y, principalmente, los de un Consejo de Seguridad totalmente obsoleto para hacer frente a los problemas actuales. Los vetos chino y ruso cada vez que se intenta iniciar una acción disuasoria contra los regímenes que atentan contra sus propios pueblos invalidan la credibilidad de la organización.

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En cuanto a Zimbabue, habrá que recurrir al viejo himno de liberación al que me refería antes. Nkosi Sikeléli Zimbabue.

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